Porfirio Muñoz Ledo
Bitácora Republicana
12 de diciembre de 2008
Una hegemonía oligárquica convierte al sistema en “consejo de administración de los intereses dominantes”
El correo electrónico de esta columna sirve como pararrayos de cóleras reaccionarias. Las andanadas de injurias que recibo cuando pongo en duda la legitimidad del Ejecutivo o planteo vías constitucionales para su reemplazo merecerían análisis siquiátrico. Algunas hasta pesquisa judicial, ya que las vísceras sectarias pueden conducir a otras formas de agresión.
A veces, sin embargo, los mensajes condensan un estado de la conciencia pública y estimulan el oficio del comunicador. Así, las reacciones a mi reciente artículo sobre la tragedia de 1988 (alguno lo llama “miniensayo”). Los lectores se preguntan si a los dirigentes de entonces los habitaba una genuina voluntad democrática o sólo querían romper la piñata para compartir los manjares.
Indigna la actitud equívoca y timorata del liderazgo del frente, que terminó enrumbando al país en la dirección contraria al reclamo social que arrolló en los comicios. Algunos la perciben como traición y otros simplemente como inconsistencia. Todos coinciden en que ha frustrado durante una generación la posibilidad de transformar al Estado desde la izquierda y por la vía electoral.
Nadie entiende las motivaciones de quienes optaron por diferir una victoria que ya habían alcanzado en vez de ofrecer a la ciudadanía la certidumbre de que estaban dispuestos a defenderla. Menos aún que lo hayan hecho a cambio de la remoción de un gobernador, de vagas promesas de reforma electoral y de la esperanza de constituir un partido, cuando ya contábamos con cuatro.
Resultó antihistórico que el movimiento popular naufragara en las maniobras del régimen para ampliar la canasta de beneficios a la oposición instaurada por Reyes Heroles. La legitimación de un sistema —democráticamente derrotado— en trueque por ventajas marginales: gubernaturas, alcaldías, presupuestos partidarios y candilejas racionadas en la radio y la televisión. En cambio, la derecha procedió de manera habilidosa, coordinada y sustantiva. Cuando a pocos días tuvo constancia de que Cárdenas había ganado, en vez de reconocerlo eludió el compromiso de cotejar sus actas con las nuestras y trocó el discurso de la nulidad por el de la “legitimidad por ejercicio”. Esto es, lo ilegal puede dejar de serlo si se acomoda a mis intereses.
La declaración del PAN ante la CFE es definitoria: “México ha acreditado que es plural. Se cayó el destartalado carro completo y ojalá no vuelva a circular por las avenidas de la democracia”. Léase: el reparto condescendiente de los peces y los panes sin mirar la violación del sufragio. Pronunciada por el mismo personaje que más tarde avalaría la quema de la paquetería electoral.
A partir de ahí, la negociación de fondo. Solemne y puntual, como en una rendición. El entierro de los vestigios de la Revolución Mexicana por la suma de coincidencias entre una tecnocracia entreguista y una derecha rencorosa. La instauración de la santa alianza que el país ha padecido.
Se pactaron nada menos que las pautas del modelo neoliberal: avances democráticos formales, pero reforzamiento de los controles monopólicos y mediáticos. “Apertura económica y libertad para el campo”, mediante la ruinosa adopción del TLCAN y la reforma del artículo 27. Privatización de la banca y relaciones entre la Iglesia y el Estado, con sesgo riesgoso contra la laicidad.
La deriva de una transición abortada en la instauración de una “cleptocracia” bipartidista. El ejercicio errático de un autoritarismo feudal, el maridaje entre el dinero y la política y el tráfico plural de las influencias. La abdicación de la autoridad pública ante la rectoría de los poderes fácticos y la patética dilución del estado de derecho, objetivo último de aquellos afanes.
Según los clásicos, el establecimiento de una hegemonía oligárquica convierte al sistema político en el “consejo de administración de los intereses de las clases dominantes”. Esta globalización conduce por desgracia al alquiler de la soberanía, la bancarrota económica, la diáspora social y la desintegración paulatina del Estado-nación.
¿Qué significa la corriente progresista en este panorama espectral? No la extrema complicidad de los “modernos”, que prestan justificación “consensual” a los abusos del poder bifronte y comprueban que éste puede capturar todos los espacios del Estado. Que utiliza, a través de su sistema de concesiones y en favor de sus patrones ideológicos, a una izquierda corrupta y palera.
Las respuestas posibles son de gran entidad. Elucidemos si la contumacia en las opciones electorales nos confina hoy al tragicómico baile de las comparsas. O bien, si inventamos un camino pacífico, valiente, imaginativo y eficaz que nos permita revertir la ignominia.
diciembre 12, 2008
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