Escrito por Juan Torres López |
20/05/10 Revista Fusión |
Me imagino que cuando la gente oye decir que en Europa los déficit públicos deben ser menores del 3% del Producto Interior Bruto debe pensar que detrás de esa cifra hay sesudos análisis científicos llevados a cabo por economistas que dominan las técnicas más complicadas y rigurosas.
Y como la postura de los líderes políticos más poderosos es tan firme en ese sentido y los economistas la subrayan tan seguros de sí mismos, ¿qué ciudadano va a osar ponerla en cuestión?
Sin embargo, detrás de esa obligación no hay ningún tipo de análisis científico que pruebe que el límite del 3% es mejor que el del 2% o el del 7% o que cualquier otro. Nada de nada. Nadie ha demostrado ni podrá hacerlo nunca que lo óptimo sea mantener los déficit en ese nivel, nadie ha demostrado ni podrá hacerlo nunca que la estabilidad presupuestaria sea mejor que los déficit. Nunca se podrá mantener como una verdad científica que la estabilidad presupuestaria o el límite europeo del 3% y no otro, es lo que más conviene para el crecimiento económico, para el bienestar o para nada. Más bien sabemos con certeza lo contrario: cuando la economía se ha venido abajo en docenas de veces lo más adecuado ha sido lo contrario, incurrir en déficit hasta ponerla de nuevo en marcha. O también gastar más de lo que se ingresa sin miedo cuando de esa manera se capitaliza la economía y se sientan las bases para un rendimiento mayor en el futuro.
Afirmar que los gobiernos europeos deben liquidar sus presupuestos con déficit menores al 3% de su PIB es una simple convención establecida por los gobernantes. Podrían haber puesto el 0%, el 1% , el 4% o el 9% y hubieran tenido detrás el mismo fundamento científico: ninguno.
Afirmar que los gobiernos europeos deben liquidar sus presupuestos con déficit menores al 3% de su PIB es una simple convención establecida por los gobernantes. Podrían haber puesto el 0%, el 4% o el 9% y hubieran tenido detrás el mismo fundamento científico: ninguno. ¿Por qué lo hacen entonces?En primer lugar porque les conviene hacer creer que sus políticas son el resultado de decisiones técnicas supercientíficas que no hay que discutir. Utilizando esas cifras (como aquel corrupto gobernador del Banco de España que decía que no era bueno para la economía española que el paro bajase del 17%) se hace aparecer a la economía como una especie de ciencia física que dispone de magnitudes universales y que, por ser eso, magnitudes universales, están fuera de toda discusión y nadie tiene por qué poner en cuestión la política que se basa en ellas. Y así se puede descalificar a quien discuta la conveniencia del déficit como se haría con quien discutiera que la magnitud del número pi es 3,1416 o la velocidad de la luz…
Si no hay verdades científicas que demuestren que sea mejor que no haya déficit, los ciudadanos deberían saber entonces por qué las autoridades que defienden estas políticas tienen tanto interés en decir que se eliminen.
La alternativa a un gobierno que despilfarra no es otro que no gaste sino uno que gaste bien, que lo hace en lo que es necesario que gaste un gobierno, en capital y bienestar social. Hay al menos dos razones fundamentales.En primer lugar, porque al mismo tiempo que dicen que no debe haber déficit proclaman (con el mismo nulo fundamento) que los impuestos deben ser los más bajos posibles y de esa manera se termina obligando a que disminuyan los gastos públicos.
Cuando disminuyen los ingresos y los gastos públicos lo que ocurre es que los gobiernos no pueden proporcionar a la economía el capital social necesario: infraestructuras, servicios sociales, salud, educación… Y eso hace que cada vez les sea más difícil satisfacer las demandas de la población. Los gobiernos incumplen sus promesas electorales, la provisión de bienes públicos empeora y los ciudadanos tienden así a sentir un desafecto progresivo hacia todo lo que suene a gobierno, a política, a partidos… Justo lo que buscan quienes no necesitan del gobierno, de la política o de los partidos para satisfacer sus necesidades o para influir en las decisiones que afectan a sus intereses.
En segundo lugar ocurre un fenómeno curioso al que no se le suele prestar atención. Los defensores de la desaparición de la deuda pública son quienes se callan sin embargo cuando crece extraordinariamente la privada, precisamente, como consecuencia de la capacidad cada vez menor del gobierno para satisfacer necesidades sociales.
Cuando los gobiernos se encuentran con menos recursos y la sanidad pública, la vivienda pública, la educación pública y en general todos los servicios públicos tienden lógicamente a ser peores o más escasos, y cuando al mismo tiempo bajan los salarios y el trabajo se hace precario, lo trabajadores han de endeudarse cada vez más y la banca se hace dueña de sus haciendas y de sus vidas.
La deuda (tanto la pública cuando es financiada por ellos como la privada) es el gran negocio de lo bancos. Cuanto más deuda haya, más dinero ganan.
La deuda pública debería entenderse como el pago que las generaciones futuras hacen de los bienes o servicios producidos anteriormente pero que ellas van a disfrutar en su momento. Pero prefieren la deuda privada por varias razones.Primero, como he dicho, porque hace que aumente la desafección ciudadana y que disminuya la fuerza y la calidad de la democracia. Segundo, porque no está manos del gobierno sino de miles y miles de personas que son mucho más indefensas frente a los bancos y eso les permite a éstos imponer condiciones más favorables a su negocio (la difusión de hipotecas subprime principalmente entre los sectores más desfavorecidos de Estados Unidos es una prueba de ello como hemos demostrado Lina Gálvez y yo en el libro Desiguales. Mujeres y hombres frente a la crisis financiera, que saldrá a la calle en unos días publicado por Icaria Editorial). Y en tercer lugar, porque de esa manera es más seguro que el gasto se dedique a los negocios que más interesa al capital privado y no a la producción de bienes sociales que es lo que principalmente financia la deuda pública de un gobierno democrático.
Por otro lado, cuando los liberales (en realidad los defensores de los intereses de los bancos y los sectores más ricos y poderosos de la sociedad) proponen que no haya déficit públicos se olvidan de decir qué se pierde con ello.
Naturalmente, nadie puede defender que los gobiernos gasten irracionalmente y despilfarren recursos. La deuda que se origina de esa manera es tan inapropiada y peligrosa como cualquier otra conducta económica que produce inestabilidad e insostenibilidad. Pero choca que los enemigos de la deuda pública no lo sean de la privada que si se desboca es igual de insostenible, ni tampoco de la especulación, del deterioro ambiental, de la desigualdad, de la financiarización o de todas las demás manifestaciones de la insostenibilidad asociadas a la economía capitalista.
Y en cualquier caso, el hecho de que un gobierno gaste mal no significa que la deuda deba desaparecer: la alternativa a un gobierno que despilfarra no es otro que no gaste sino uno que gaste bien, que lo hace en lo que es necesario que gaste un gobierno, en capital y bienestar social.
Lo necesario no es que haya endeudamiento sino que éste se financie de modo solidario y sostenible y no como un simple negocio especulativo o al servicio de los intereses de una minoría. También es verdad que la deuda no puede crecer indefinidamente pero eso tampoco significa que no se pueda mantener permanentemente. Lo importante no es tanto el montante de la deuda como la contribución que efectivamente realiza a crear más ingresos, más riqueza y más bienestar. Mientras lo haga, no deberá ser demasiado problema mantenerla y eso significa que lo que verdaderamente es malo de nuestras economías no es que haya mucho deuda sino que está asociada a la alimentación de actividades especulativas y al negocio privado, es decir, que no crea ingresos para ir sufragándola porque lo genera insuficientemente y porque los que genera están muy mal repartidos.
En realidad, la deuda pública debería entenderse como el pago que las generaciones futuras hacen de los bienes o servicios producidos anteriormente pero que ellas van a disfrutar en su momento. Y por eso, cuando se obliga a naciones que no son ricas a prescindir de la deuda se les está obligando a renunciar a la disposición de bienes y servicios de capital que requieren varias generaciones para financiarse y disfrutarse.
Igual que una familia normal no podría financiarse una vivienda al contado, el capital social que necesitan las sociedades necesita endeudamiento. Por eso, eliminar el derecho de las naciones más pobres a endeudarse de modo racional y sostenible es condenarlas empobrecerse quizá para siempre. Lo necesario, por tanto, no es que haya endeudamiento sino que éste se financie de modo solidario y sostenible y no como un simple negocio especulativo o al servicio de los intereses de una minoría exigua de la población.
Es cierto que un problema grave es que la deuda esté usándose en su totalidad o en gran parte (como ocurrió en mayor medida en países con dictaduras al servicio de los grandes bancos y de Estados Unidos y también, aunque en menor medida, en países como el nuestro) para fines distintos a la creación de riqueza y bienestar. Pero eso justamente ocurre en mayor medida cuanto más débil sea la democracia (un fenómeno que como señalé tiene mucho que ver con el debilitamiento de lo público), y cuando la financiación de la deuda se convierte en un negocio, cuando se deja en manos de la banca privada o de los especuladores (que para el caso es lo mismo).
Pero incluso en este caso la solución tampoco es eliminarla sino fortalecer el debate social y la democracia, combatir la especulación financiera y controlar democráticamente la financiación de la actividad económica. Δ
|
| | |
0 comentarios:
Publicar un comentario