por José Saramago
(publicado en El Cuaderno de Saramago, http://cuaderno.josesaramago.org, el 10 de noviembre de 2008)
La referencia a Martin Luther King en el texto anterior de este blog me hizo recordar una crónica publicada en 1968 o 1969 bajo el título de “Receta para matar a un hombre”. Aquí la dejo otra vez como sentido homenaje a un verdadero revolucionario que abrió los caminos que aceleraron el final próximo y definitivo de la segregación racial en Estados Unidos.
Receta para matar a un hombre
Se toman unas decenas de quilos de carne, huesos y sangre, según los patrones adecuados. Se disponen harmoniosamente como cabeza, tronco y extremidades, se rellenan de vísceras y de una red de venas y nervios, teniendo el cuidado de evitar errores de fabricación que den pretexto a la aparición de fenómenos teratológicos. El color de la piel no tiene ninguna importancia.
Al producto de este trabajo melindroso se le da el nombre de hombre. Se sirve caliente o frío, según la latitud, la estación del año, la edad y el temperamento. Cuando se pretende lanzar prototipos al mercado, se les infunden algunas cualidades que los distinguirán del común: coraje, inteligencia, sensibilidad, carácter, amor por la justicia, bondad activa, respeto por lo próximo y por lo distante. Los productos de segunda elección tendrán, en mayor o menor grado, uno u otro de estos atributos positivos, junto a los opuestos, en general predominantes. Manda la modestia no considerar viables los productos íntegramente positivos o negativos. De cualquier modo, se sabe que también en estos casos el color de la piel no tiene ninguna importancia.
Mientras tanto, el hombre, clasificado con un rótulo personal que lo distinguirá entre sus contemporáneos, acabados como él en la línea de montaje, será colocado para vivir en un edificio que, a su vez, recibirá el nombre de sociedad. Ocupará uno de los pisos de ese edificio, pero será difícil que se le consienta subir la escalera. Bajar está permitido y a veces hasta facilitado. En los pisos del edificio hay muchas moradas, unas veces llamadas clases sociales, otras veces profesiones. La circulación se hace a través de canales llamados hábito, costumbre y preconcepto. Es peligroso andar contra la corriente de los canales, aunque ciertos hombres lo hagan durante toda su vida. Esos hombres, en cuya masa carnal están fundidas las cualidades que rozan la perfección, o que por esas cualidades optaron deliberadamente, no se distinguen por el color de la piel. Están los blancos y los negros, los amarillos y los pardos. Son pocos los cobrizos por tratarse de una serie casi extinta.
El destino final del hombre es, como se sabe desde el principio del mundo, la muerte. La muerte, en su momento justo, es igual para todos. No lo que la precede inmediatamente. Se puede morir con sencillez, como quien duerme; se puede morir entre las tenazas de una de esas enfermedades de las que, eufemísticamente, se dice que “no perdonan”; se puede morir bajo la tortura, en un campo de concentración; se puede morir volatilizado en el interior de un sol atómico; se puede morir al volante de un Jaguar o atropellado por éste; se puede morir de hambre o de indigestión; se puede morir también de un tiro de rifle, al final de la tarde, cuando todavía hay luz del día y no se cree que la muerte esté cerca. Pero el color de la piel no tiene ninguna importancia.
Martin Luther King era un hombre como cualquiera de nosotros. Tenía las virtudes que sabemos, ciertamente algunos defectos que no le menoscababan las virtudes. Tenía un trabajo para hacer —y lo hacía—. Luchaba contra las corrientes de la costumbre, del hábito y del preconcepto, metido en ellas hasta el cuello. Hasta que llegó el tiro de rifle para recordarnos a los distraídos, a nosotros, que el color de la piel tiene mucha importancia.
noviembre 12, 2008
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