Dr. José Darío Arredondo López
Profesor de tiempo completo del Departamento de Economía de la Universidad de Sonora. Áreas de interés: Desarrollo regional y municipal, Educación y Políticas públicas.
Algunos amigos míos han decidido nulificar su voto, en un arranque de purismo que entiendo y respeto, aunque no comparto. Considero que una de las bondades de la democracia es justamente la posibilidad de coexistencia de las diferencias y la separación, clara y precisa, del ámbito de los intereses privados y los públicos. Nadie en su sano juicio se declara enemigo de otro por diferencias de táctica política, si ambos reconocen que los guían los mismos objetivos. Si la diferencia ideológica está salvada, los detalles no harán que la sangre llegue al río por quítame estos votos.
En la práctica, el PRI neoliberal y el PAN de lo mismo, a pesar de ser siglas diferentes, sus objetivos y metas han llegado a tal grado de coincidencia que parecieran ser la misma cosa, y es que lo son: la doctrina neoliberal ha hecho posible el milagro político de acercarlos al transformar sus ideales en moneda de cambio y los objetivos de lucha por oportunidades de mercado. El discurso político cambia por argumentos de venta, y así, la mercadotecnia triunfante acaba con las complejidades de la política y el horizonte social que implica.
Socavados los cimientos ideológicos y políticos del PRI y el PAN, el cascarón que encubren las siglas y los colores y banderas tradicionales, se declara vacío de contenido y se llena con la cháchara mercadológica que sugiere la coyuntura: chismes de alcoba, transas al descubierto, ligas con el narco, identidades sexuales bajo escrutinio, acusaciones bajunas y una suerte de humor chabacano de ramplonería infinita. Las matracas y las porras se transforman en conjuntos musicales de patada, pujido y pedo y la vulgaridad enerva el discurso y la palabrería hueca y lamentable contamina el ambiente de Sonora y, desde luego, el resto del país.
La trivialidad del discurso deviene en promesas de cumplimiento incierto cuando no cosmético, y la seriedad del trabajo legislativo pasa a ser farsa periódicamente renovada y puesta en escena con diferente elenco pero con los mismos propósitos: perpetuar el sometimiento de los ciudadanos a un régimen injusto, aunque políticamente aconsejable por las grandes corporaciones internacionales que administran los negocios públicos y privados de esta parte del capitalismo periférico.
La privatización a toda costa, emprendida en los años ochenta, profundizada en los noventa y acelerada en los albores del siglo XXI, presenta como expresión mediática la modernización y la competitividad, a costa de la reducción del Estado y la semiparálisis de la acción gubernamental frente a la diligente y ubicua de los agentes privados, solamente que sin la responsabilidad esperada en el cumplimiento de encargos que eran del gobierno y que ahora son oportunidades de negocios. Aquí, el cumplimiento de la ley se vuelve una tarea farragosa y prácticamente inútil, porque consume tiempo y el tiempo es oro.
La privatización puede llamarse de muchas maneras, como por ejemplo, contratos de servicios múltiples, Pidiregas, servicios subrogados, desincorporación de empresas públicas, entre otros. La cuestión está en la impunidad como cobertura de riesgos empresariales en el marco de una economía periférica de mercado, que no produce bienes de capital, que no genera tecnología de punta, que es simple consumidora del saber de otros y que paga ingentes cantidades por marcas y patentes, sin dejar de mencionar los costos de ser un país tecno-dependiente, aunque se hable pomposamente de la “sociedad” y la “economía del conocimiento”.
En una economía dependiente, periférica, no resulta extraño que los partidos políticos con prosapia antañona terminen siendo correas de transmisión de las buenas nuevas del imperio. Socavada la base económica, la ideología juega a las escondidas con la realidad difusa y confusa del país, hasta que se declara vencedora en el gran juego de las apariencias y, por lo mismo, finge seguir siendo la misma, sin serlo. El nacionalismo, la ideología de la revolución, la lucha por la legalidad y equidad en la democracia mexicana son, al final de la jornada, hitos en la historia de las claudicaciones posibles de un pueblo sin memoria, arrastrado por la sordidez del mercado hacia su aniquilación.
En otros tiempos, los partidos actuaban como receptáculos de la memoria política de los pueblos, y constituían la organización del esfuerzo cívico que imponía una suerte de disciplina para cumplir los objetivos trascendentes de su ideario, plasmado en estatutos y operativizado en plataformas electorales del dominio público. Actualmente la política se confunde con los negocios privados y las estructuras partidistas pasan a ser patrimonio familiar, sin otro propósito que justificar un gregarismo depredador por consanguinidad o afinidad.
Podemos estar de acuerdo en que el régimen de partidos políticos ha llegado a su agotamiento. Si es así, entonces habría que centrar la atención en el origen de la debacle partidista y reconocer que la privatización de las funciones públicas, impulsada por el neoliberalismo mexicano, alcanza la vida de los partidos y los destruye ideológicamente. La derechización de la política responde a la mercantilización unipolar de la economía.
Ahora resulta que la militancia no es entrega a una causa sino el aprovechamiento de las estructuras y relaciones políticas para lucrar personalmente. En este esquema, los liderazgos pasan a ser objetos codiciados por muchos emprendedores de negocios privados bajo la cobertura de las organizaciones sociales y, eventualmente, terminan traicionando los compromisos que públicamente aceptaron cumplir. Desde luego que la decepción, el coraje y el rechazo figuran entre las reacciones naturales a esta situación, sin dejar de lado la frustración que deben sentir algunos que querían figurar en el plano de las dirigencias y que no tuvieron oportunidad de gozar del pastel.
Lo anterior no quiere decir que no existan militantes honestos, que “se la creen” y luchan por los objetivos colectivos. No significa que todas las estructuras partidistas estén colmadas de gusanos electorales, de sabandijas coyunturales que barren con toda posibilidad de ascenso para las gentes decentes que forman parte de la organización. Suponer que todos los partidos y todos los militantes son, o están llenos de excremento, no representaría una visión realista de las cosas, porque la totalidad es una magnitud conceptualmente inaplicable a la variedad de matices, intereses, interpretaciones, grado de involucramiento, conocimiento y convicción que se da en el seno de cualquier conjunto humano, en el cual habrá personas honestas como deshonestas, rufianes, perversos y personas confiables por su calidad moral.
Lo que sí quiere decir es que hay luchas por librarse en el seno de los partidos, y que urge una vuelta a los orígenes, a las ideas fundacionales y a las formas de cómo afrontar los nuevos retos, pero, mientras esto ocurre, los ciudadanos pueden demostrar su molestia votando por otras opciones, aunque usted pudiera decir que los otros son solamente “satélites”, y que para el caso, mejor no votar o nulificar el voto. Quizá tenga razón, pero, ¿qué significa un voto nulificado?
Como acto voluntario, se puede suponer un rechazo a las opciones presentadas o, en última instancia, al sistema electoral. Lamentablemente, si vota debe hacerlo por alguna de las opciones registradas, porque de otra manera su voto no va a contar. Usted le estará dando la ventaja a los que sí votan de manera corporativa, por ejemplo, el Panal, y si se fija, a los duros del PRI y el PAN. Con su gesto de dignidad pasará a ser la perfecta víctima electoral y, al día siguiente, empezará un juego sado-masoquista que le garantizará ser el manipulado del año, dudoso honor que realmente no le aconsejo.
¿Quiere de veras desquiciar al sistema? Vote en contra de los partidos de la derecha neoliberal y cruce a favor de los de la coalición “Salvemos a México”, y espere al día siguiente a ver lo que pasa. Podemos mejorar.
julio 04, 2009
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