mayo 03, 2009

Impunidad uniformada

M I G U E L Á N G E L G R A N A D O S C H A P A
Plaza Pública


Si bien miembros del Ejército están ayudando en varios puntos de la Ciudad de México a la distribución de cubrebocas para evitar la diseminación del virus de la influenza humana, no se ha puesto en práctica el plan DN-III que las fuerzas armadas aplican en casos de desastre.

Durante emergencias provocadas por fenómenos naturales, los militares auxilian eficazmente a la población que requiere salvamento, ser trasladada del lugar de la tragedia a donde pueda ser atendida, y con su presencia evita el pillaje que la situación anormal pueda suscitar.

Después ofrecen alimentos y cobijo a los damnificados. Es en esos casos donde la salida de los soldados, sus oficiales, jefes y generales de sus cuarteles adquiere un sentido de alto beneficio social.

La Secretaría de Marina puso a disposición de los capitalinos un hospital casi nuevo, con más de 200 camas, para la atención de personas afectadas por la influenza humana, así como otras instalaciones para la práctica de los exámenes respectivos.


La Secretaría de la Defensa nacional no ha tomado medidas semejantes.

Sólo ha aparecido en público, en esta crisis sanitaria, para informar de la suspensión de las prácticas del servicio militar obligatorio, pues significan la reunión semanal de miles de jóvenes que al confluir en los puntos de entrenamiento podrían quedar expuestos al virus que ha causado, en México y en el mundo, zozobra ante el peligro de una afectación masiva de la salud.

Esa ausencia de la aportación castrense posible se debe acaso a que la atención del Ejército se ha concentrado en exceso en las labores policíacas que le ha asignado el Ejecutivo, que es su comandante supremo.

Si bien es cierto que las fuerzas armadas han auxiliado a las autoridades civiles en la preservación de la seguridad pública desde hace muchas décadas, nunca como ahora se les había confiado el papel director y la más numerosa presencia en el combate a la delincuencia organizada.

La principal, más sostenida y más notoria iniciativa del Gobierno encabezado por Felipe Calderón ha consistido en confiar a los militares tareas policiacas que no son debidamente atendidas por los cuerpos de seguridad pública debido a la corrupción que ha dañado a casi todos ellos, y a su impreparación.

Sin embargo, el activismo castrense en ese terreno ha generado multitud de violaciones a los derechos humanos.

Ya sea por que los miembros del Ejército no fueron formados para realizar tareas policíacas, ya sea porque su poder de fuego y de organización frente a la población en general los lleva a confundir la disciplina que es propia de su organización con la que juzgan imprescindible fuera de sus filas, el hecho es que son frecuentes los excesos militares en el cumplimiento de tareas ajenas a su estructura, que les imponen las autoridades civiles. Conscientes como están de que su presencia más allá de los cuarteles riñe con la Constitución, los altos jefes del ejército han abogado por legalizar su actuación en materia de seguridad pública, lo cual les otorgaría un estatuto diferente del que la república les ha asignado desde que suprimió la presencia castrense en el gobierno y la política.

El propio General Secretario de la Defensa nacional, Guillermo Galván, expuso en el reciente Día del Ejército, 19 de febrero, la necesidad de modificaciones legales para formalizar y ensanchar el marco de sus labores.

El Presidente Calderón respondió afirmativa pero insuficiente y tardíamente a ese pedido al remitir al Congreso una iniciativa de ley que, fuera del marco constitucional, cuyo artículo 29 es preciso respecto de la suspensión de garantías, pretender crear una forma, espuria a mi juicio, del estado de excepción en que las fuerzas armadas pudieran moverse con mayor soltura no sólo frente a la delincuencia sino también para acotar y contener la protesta social.

La iniciativa no fue siquiera recibida formalmente dado que se presentó al cuarto para las doce, cuando faltaban cinco sesiones para que concluyera el periodo de sesiones ordinarias, último de esta legislatura.

Sin considerar por ahora los motivos de una presentación tan fuera de tiempo, el hecho es que esa iniciativa, y otras que la acompañaron en semejante dirección no incluyeron la reforma al régimen de procuración y justicia militar que debe presentar el Ejecutivo si ha de ser congruente consigo mismo y acatar su propio Programa nacional de derechos humanos, emitido el año pasado.

Cumplir ese ofrecimiento, que remediaría algunos rezagos de la legislación mexicana respecto de la internacional que se ha obligado a aplicar, es la primera de la recomendaciones del reporte sobre la materia que el miércoles pasado presentó en México el organismo civil Human Rights Watch, que cada vez ejerce mayor influencia ante algunos gobiernos o parlamentos, como el Congreso norteamericano.

El título del informe sintetiza una de las preocupaciones de la presencia castrense en tareas ajenas a su disciplina: "Impunidad uniformada. Uso indebido de la justicia militar en México para investigar abusos cometidos durante operativos contra el narcotráfico y de seguridad pública."

Se trata de un severo cuestionamiento al fuero de guerra y a la justicia militar.

En sus partes sustantivas el documento, de más de ochenta páginas se refiere al marco legal de los procedimientos penales castrenses y en dos capítulos, "un patrón de impunidad" y "una práctica que persiste", hace una historia de violaciones a los derechos humanos que no han recibido castigo, desde los años de la guerra sucia hasta nuestros días.

Es penoso que de los 17 casos documentados, la mayor parte, once del total, correspondan al último bienio, los dos años de la administración calderonista.

Indigna y lastima, particularmente, la presentación puntual de los casos de las hermanas Ana, Beatriz y Celia González Pérez en Chiapas, y de Inés Fernández Ortega y Valentina Rosado Cantú, en Guerrero, mujeres indígenas todas ellas, que fueron violadas, aquellas en 1994 y las últimas en fechas más recientes, por miembros del Ejército.

Y alarma, además, el creciente número de víctimas en 2007 y 2008, personas que fueron asesinadas, o sujetas a detención arbitraria y tortura en el desarrollo de labores policíacas encargadas a las fuerzas armadas.

Sería preocupante de por sí el número y gravedad de los delitos imputados a militares.

Lo es mayor medida porque ninguno de los autores de esos atropellos han sido castigados.

La impunidad es la constante, debido a causas estructurales y circunstanciales.

Las primeras tienen que ver con la aberración de que el fuero militar cubra a miembros del Ejército que deberían ser juzgados en el fuero común.

Eso no ocurre sino excepcionalmente, los soldados que en Castaños, Coahuila, resguardaban paquetes electorales y faltando a su deber se fueron de parranda y vejaron y lastimaron a mujeres en cantinas.

En general, los militares son jueces de sí mismos. Su sistema judicial, además, carece de las características que hacen confiable a la judicatura, como la independencia y la estabilidad. La Procuraduría de justicia militar, el respectivo ministerio público, el Supremo tribunal militar y los consejos de guerra ordinarios o extraordinarios están sujetos todos a la jerarquía castrense, dependen del Ejecutivo a través de la Secretaría de la Defensa Nacional.

Las causas circunstanciales de la impunidad estriban en el creciente apoyo que Calderón ha requerido de la fuerza castrense ante las condiciones de su arribo al poder.

El mismo día en que fue presentado ese informe sobre la justicia militar, la secretaría de Gobernación negó la evidencia pormenorizada en el documento, asegurando que no hay ningún militar impune. Anunció, sin embargo, que lo estudiará.

Tiene que hacerlo, más allá de la cortesía a un organismo civil de influyente presencia en el mundo.

Los condicionamientos del Congreso norteamericano a la Iniciativa Mérida en materia de derechos humanos surgieron en amplia medida del parecer de Human Rights Watch sobre la materia.

Y sus reportes, como el de la Impunidad uniformada, serán leídos con atención en el Capitolio, pues el suministro de los recursos comprometidos para el combate a la delincuencia organizada depende, según lo admitió el gobierno mexicano, del respeto a los derechos humanos, sin mengua de la lucha en pro de la seguridad pública.

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