Porfirio Muñoz Ledo
Hoy, 23 de julio, se cumplen 77 de mi edad. Los cargo a cuestas pero no me pesan. Transcurrieron por rumbos distintos, pero todos con la intensidad de mis ansias. Moldearon y decantaron los impulsos iniciales. Aunque los hayan, con frecuencia, contrariado, nunca los destruyeron. Me pregunto sin embargo ¿a qué han servido?
Dícese que el tiempo es la materia de la vida ya que sólo poseemos el de nuestra propia existencia. Por eso los calendarios y los aniversarios. Pienso que es su medida implacable y azarosa. Calderón de la Barca dijo que reside en el sueño, tanto por su naturaleza efímera como por su carácter ilusorio. Está construida por arquitecturas imaginarias, empeños truncos, fatalidades terrestres y tercas alucinaciones.
Mi trayecto se ha desenvuelto en tres etapas, cada una de cinco lustros. Vuelvo a México tras completar mis estudios en Europa en 1960 y me enfrento a los desafíos de la realización. Durante un lapso semejante —hasta 1985— transcurre un tiempo ascendente en la academia y la política. Al año siguiente, iniciamos la ruptura con el régimen y el esfuerzo, hasta hoy frustrado, de instaurar la democracia en México.
No es momento de contar los trabajos y los días. Reviso la memoria oral que produje con el profesor Wilkie y que abarca los dos primeros períodos. Entregué además al Archivo General de la Nación la totalidad de mis documentos, que están abiertos desde el año pasado al interés del público. Me importa hoy afinar el pensamiento crítico y la propuesta histórica, como un intento postrero de contribuir al salvamento de la nación.
He dado a la imprenta un nuevo libro sobre la reconstrucción de la República, que recoge mis escritos recientes y plantea vías diferentes para remontar la decadencia —necesariamente más radicales que las infructuosamente exploradas. Parten de una convicción esencial: no asistimos sólo a una crisis del Estado, sino a un deterioro sistémico de todos los planos de la vida nacional, comenzando por nuestra propia identidad.
La reflexión inevitable apunta a la coincidencia temporal entre el deslave de las instituciones, la economía y la sociedad mexicana, con el imperio de las políticas neoliberales. Toda iniciativa que omita nuestro modo de inserción en el mundo global resulta irrelevante, a pesar de sus aportaciones puntuales o de su tono elevado. Simplemente porque eluden la cuestión de la soberanía, esto es, nuestra posibilidad efectiva para tomar decisiones significantes.
En el umbral de nuestro vía crucis por el rescate del país —propuesta de la Corriente democrática, 1987— advertíamos el “inicio de una franca involución histórica”. Dijimos: “se está operando en verdad un cambio estructural. Los objetivos del desarrollo han sido reemplazados por la marginación y la multiplicación de enclaves transnacionales. El país igualitario y productivo que procurábamos se fractura hoy por remate de la mano de obra y los recursos naturales”. Profecía confirmada por nuestra adhesión al consenso de Washington.
Añadíamos: “un estado cada vez más vacío de pueblo puede conducirnos a una nación sin estado y finalmente a la pérdida de aquella. Ese es el objetivo de los intereses dominantes del exterior y de sus aliados internos. Esos son los espacios desertados que estamos obligados a recuperar”. Llamado que hoy podría encabezar cualquier proclama valedera y orientar todo programa consecuente con el agravante de la violencia irrefrenable, consecuencia del deterioro.
Sin memoria no hay historia ni alternativa de cambio. En la profunda oquedad del oficialismo se perdió la oportunidad única del bicentenario, que es indispensable rescatar desde la conciencia colectiva, generacional y personal. Se trata de un ejercicio concatenado para desentrañar las causas del derrumbe nacional y de nuestro propio fracaso. Para encontrar escapatorias a la confusión y armas eficaces contra el pragmatismo vulgar. A eso pienso dedicar lo que me reste de vida y esperanza.
Diputado federal del PT
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