José Blanco / La Jornada
Acaso no existe una frase más repetida en la última década en América Latina, aplicada al régimen político, o a la economía o al sistema educativo. Que reconozcamos y digamos en voz alta, críticamente y en todos los tonos, que ello es así, no está nada mal. Las preocupaciones se vuelven profundas cuando preguntamos ¿y qué estamos haciendo para salir de tales atolladeros?
América Latina ha buscado verse como una unidad (hablamos el mismo idioma, tenemos una historia colonial común, tanto cuando la metrópoli era España y Portugal, como cuando cambiamos de amos y se nos impuso el nuevo imperio a principios del siglo XX); lo cierto hoy es que hay pocas cosas concretas que nos igualen y que la famosa unidad latinoamericana es una abstracción. En la esfera política: ¿qué tiene que ver Chávez con Piñera, Lula con Uribe, Calderón con Evo, Ortega con Alan García?: y todos son expresión política de sus sociedades.No obstante podemos hallar espacios en el que somos iguales: la educación superior, por ejemplo. De ella podemos decir, para variar: el modelo está agotado. Y sí, encontraremos diferencias múltiples también, pero en el tema esencial, la formación de cuadros con saberes y competencias pertinentes para el desarrollo, en el mundo que viene y en el que ya vivimos, es decir, en su modelo educativo, somos lo mismo: continuamos organizados en el arcaico modelo napoleónico que instrumentamos desde que creamos las instituciones de educación superior en los siglos XIX y XX. Un modelo de pretensión enciclopédica, referido en la jerga de la investigación educativa como
licenciaturas tubo: los estudiantes entran por un extremo y salen –muchos menos que los que entraron– por el otro extremo, sin haberse enterado que había en su derredor durante el trayecto de esta formación obsoleta.
Sólo para unos cuantos cientos de estudiantes podemos encontrar en el subcontinente algunos puntos donde ya se exploran alternativas, análogas al sentido de la búsqueda de innovaciones educativas que hallamos en Europa, con diferentes resultados según países, en el marco del Proceso de Bolonia. En América Latina es hasta ahora una experiencia microscópica a la luz de estos números: en 2009 la población escolar de educación superior latinoamericana superaba los 18 millones de estudiantes. Emprender la transformación de los modelos educativos resulta titánico, pero nada ocurrirá si no iniciamos el largo camino que tenemos por delante.
Agreguemos que, si con esos números la tarea de transformación resulta descomunal, consideremos que mientras en América Latina 32 por ciento de los jóvenes entre los 18 y 24 años están en las aulas (26 por ciento en México), en Asia la cifra supera 50 por ciento y en los países nórdicos 80 por ciento. ¿Cuándo los gobiernos se harán cargo de esas realidades?
El sistema educativo del país, desde el jardín de niños hasta el posgrado, está agotado. Es un
modelo obsoletoresultado del
centralismo, autoritarismo y paternalismo.
Malo, director de investigación del Instituto Mexicano para la Competitividad, consideró que la Alianza para la Calidad de la Educación de la SEP
sólo busca mejorarlos sistemas existentes, siendo que éstos se hallan obsoletos. Estamos perdiendo miserablemente el tiempo en remendar lo que está, hace mucho tiempo, caduco.
Lo que requerimos, en voz de Malo, es transformar el modelo pedagógico de las universidades, y crear además centros de capacitación y aprendizaje fuera del sistema escolarizado formal e impulsar un sistema de competencias laborales.
El diagnóstico es directo y claro:
las principales causas de la poca capacidad de innovación que tenemos, el escaso desarrollo tecnológico, la baja producción científica y el bajo desempeño educativo en México, se deben al centralismo, autoritarismo y paternalismo que seguimos manejando en el sistema educativo, y a un enfoque educativo obsoleto que seguimos usando.
La educación superior mantiene características absurdas: por ejemplo
una estructura que limita la movilidad estudiantil e inhibe, cuando no impide, la preparación interdisciplinaria propia de las universidades, lo que desalienta la generación de nuevas profesiones e investigadores en nuevas artes y conocimientos.
Las universidades han estado dedicadas a impartir conocimientos en lugar de producir aprendizajes efectivos, pertinentes y verificables, es decir vinculados directamente con los problemas nacionales y regionales, mediante la adquisición por los estudiantes de competencias en las que estén simultáneamente involucrados, además de los contenidos disciplinares (los saberes y las destrezas), el pensamiento complejo y las nuevas tecnologías. Dejar fuera de la agenda nacional estas realidades cruciales tiene un nombre: subdesarrollo.
No es nada fácil que los profesores lleven a cambio esta transformación que implica la inversión de la relación entre el profesor y los estudiantes, lo que los haría egresados innovadores que por sí solos den seguimiento a un avance del conocimiento que lleva hoy aceleración meteórica: según la ONU hacia el final del siglo pasado el conocimiento se duplicaba cada cinco años, después de 2020, lo hará cada 60 días.
Se trata de un cambio cultural de largo aliento. Pero existen hoy los medios, las experiencias, los modelos y técnicas a través de los cuales los profesores innoven su propia práctica docente.
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