Autor: Mayela Sánchez / Contralinea
En el municipio más pobre de Puebla, la falta de caminos, las precarias habitaciones en las pendientes de los cerros, la economía basada en cultivos de temporal, pero sobre todo el desdén de las autoridades de los tres niveles de gobierno, mantienen a la población a merced de los embates del clima y de las enfermedades. La salud se vuelve aquí un privilegio inalcanzable para las familias serranas
Eloxochitlán, Puebla. En vísperas de navidad, una ventisca arrasó con la casa de Mauro. Le arrebató, entre otras cosas, sus documentos y los uniformes escolares de sus hijos. Lo único que el vendaval dejó a su paso fue el “piso firme” de la casa, un “apoyo” de la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) para “un mejoramiento de la vivienda”.
Desde entonces, Mauro Cortés Salvador, su esposa y cinco de sus hijos viven hacinados en la cocina, el único sitio de la precaria construcción de madera que soportó el embate del viento. Blanca, la menor de los hijos de Mauro, se asoma tímida al interior de la habitación; sus pies descalzos entran en contacto con la húmeda tierra del piso de la cocina y muestra entonces su menudo cuerpecillo, que parece el de una niña de seis años, aunque Blanca ya tiene nueve.
Junto al fogón, Ricardo permanece de pie. A sus 16 años, el joven apenas habla; sus movimientos son lentos y torpes. “Está enfermo… de la cabeza, del cuerpo”, dice el señor Mauro en un atropellado español. En un municipio donde el 95 por ciento de los habitantes habla náhuatl, suelen faltar las palabras en castellano para expresarse. Aunque llevó a Ricardo con el médico, Mauro no puede explicar qué padecimiento aqueja a su hijo; sólo menciona que el doctor le habló de medicinas, que no ha podido comprar.
Ricardo no va a la escuela y tampoco recibe atención médica. Pasa los días en su casa, en la comunidad de Atexacapa, en medio de viejos trastos, algunas ollas y pocillos cubiertos de hollín, una vieja mesa, cuatro sillas de plástico, tablones de madera que sirven como cama y un televisor: todo el patrimonio familiar.
Hasta antes de ser arrasada por el viento, la casa de Mauro pertenecía al 84.8 por ciento de viviendas sin agua entubada del municipio, de acuerdo con el Índice de marginación 2005 desarrollado por el Consejo Nacional de Población (Conapo). Dicho indicador señala también que el 23.5 por ciento de las casas en Eloxochitlán no cuenta con energía eléctrica, mientras que casi el 3 por ciento carece de drenaje y servicio sanitario.
El índice ubica a Eloxochitlán en el primer lugar de marginación de Puebla y el sitio 26 a nivel nacional, de entre más de 2 mil municipios. Además, Eloxochitlán ocupa el puesto 21 de los municipios con menor Índice de Desarrollo Humano en México, de acuerdo con el Informe del desarrollo de los pueblos indígenas de México, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.
Sin caminos ni servicios de salud
En esta región de la Sierra Negra poblana, la espesa niebla dificulta la visibilidad. En el camino que conduce a la comunidad de Tepetzala, apenas se distingue a mujeres y hombres que avanzan cuesta arriba, sorteando piedras y charcos, abundantes en la fangosa vereda. Las jóvenes madres llevan sobre sus espaldas, envueltos en viejos rebozos, a sus hijos más pequeños. Sus caras, que a ratos reposan sobre las espaldas que los soportan, son tocadas por la llovizna incesante y el frío viento de la montaña. El lodo se cuela entre las fisuras de las desgastadas sandalias de las mujeres, que de poco sirven en un camino hostil como éste, similar a los demás que conducen a las desperdigadas comunidades de Eloxochitlán.
A pesar de las bajas temperaturas y de la lluvia que no ha cesado en 15 días, Alejandra y Jaime bajaron desde Tepetzala a la cabecera municipal de Eloxochitlán para que Alejandra tramitara su credencial de elector. Con su hija María del Carmen a cuestas y soportando el dolor en sus piernas, Alejandra caminó por más de una hora hasta la presidencia municipal. Más que ejercer el voto, a la joven de 18 años le interesa tener la credencial para empadronarse en el Programa Oportunidades: hasta ahora le han negado el apoyo porque no cuenta con dicho documento.
Jaime, su esposo, no sabe cuándo podrá inscribirse al programa, pues aunque los promotores de Sedesol llegan a Eloxochitlán cada dos meses para entregar los subsidios de 400 pesos mensuales, desconoce cuándo regresarán “los ingenieros” que son los encargados de las afiliaciones. El joven de 22 años dice esperanzado que con ese dinero podrá llevar a Alejandra al hospital de Tehuacán para que le digan por qué su esposa tiene extrañas ronchas en las piernas desde hace más de un año. Jaime cuenta que cuando la llevó al centro de salud del municipio, el doctor sólo le dijo que la llevara al hospital. Como si le apenara su padecimiento, Alejandra agacha la cabeza cuando su esposo comienza a hablar de las protuberancias que invadieron sus delgadas piernas, primero como pequeñas ronchas, luego aumentaron su tamaño y se tornaron oscuras. “Está sufriendo”, dice Jaime al tiempo que señala una herida purulenta en la espinilla derecha de Alejandra.
El Centro de Salud de Eloxochitlán, ubicado en la cabecera municipal, luce vacío. En su interior sólo se alcanzan a ver decenas de cajas apiladas con la leyenda “Nutrivida”, el suplemento alimenticio que la Secretaría de Salud provee a las mujeres embarazadas o en periodo de lactancia. El espacio funciona como bodega, pues el centro de salud fue mudado a otro poblado; pero por ahora (enero de 2010) no hay nadie que atienda, pues el doctor y las enfermeras se fueron de vacaciones desde diciembre.
Eloxochitlán pertenece a la Inspección Sanitaria 10, que agrupa a una veintena de municipios, algunos de ellos catalogados por el Conapo como de los más marginados del estado. No obstante, la inspección sólo cuenta con un hospital general en Tehuacán y cinco hospitales regionales. El más cercano a Eloxochitlán se encuentra en el poblado de El Tepeyac, a dos horas de viaje en autobús desde la cabecera municipal. El doctor Paul Pérez Nolasco, jefe de guardia en dicho sanatorio, señala que ninguno de los hospitales regionales de la Sierra Negra atiende todas las especialidades médicas. Refiere, además, que cuando alguien necesita ser trasladado al hospital de El Tepeyac, los gastos corren por cuenta del paciente: si la ambulancia del hospital está disponible, se pide a los familiares del enfermo un apoyo para la gasolina.
La falta de caminos es otro de los problemas que limitan el acceso de los habitantes de la Sierra a los servicios de salud. Las comunidades de Eloxochitlán están comunicadas por rústicos caminos de terracería, que en época de lluvias pueden llegar a ser infranqueables lodazales. La carretera que conecta a Tehuacán con los municipios de la Sierra Negra no está exenta de dificultades, como las fisuras en el camino y los constantes deslaves de los cerros a causa de la lluvia.
El 5 de julio de 2007, un alud aplastó un camión de pasajeros en el poblado de Zacacoapan, perteneciente a Eloxochitlán; 60 personas murieron. Tras la tragedia, los pobladores del municipio reclamaron a las autoridades por las malas condiciones del camino. El gobernador de Puebla, Mario Marín Torres, dijo que no se podía responsabilizar a nadie de los hechos porque este tipo de deslaves eran comunes en la Sierra Negra, y espetó: “¿Qué acaso nosotros mandamos el agua?”, de acuerdo con la nota de Blanca Patricia Galindo, “Tragedia en sierra poblana; avalancha sepulta autobús”, publicada en el periódico El Universal el 5 de julio de 2007.
Pobreza, la única herencia
Milpas doblegadas por el viento flanquean el camino a la casa de Flavio Cortés, ubicada en la ladera de una montaña, en la localidad de Tepetzala. A fuerza de los constantes pasos, entre los arbustos se ha formado un sendero que comunica la casa de Flavio con las de su madre y su abuela, todas de madera y con techos de cartón.
De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, el 91.4 por ciento de la población económicamente activa de Eloxochitlán recibe menos de dos salarios mínimos y casi el 90 por ciento trabaja en el campo.
Flavio forma parte de esas estadísticas, pues se dedica al cultivo de maíz, pero sus precarias ganancias no son suficientes para atender las necesidades de su familia. Su cultivo, como el de todos los campesinos de la región, es de temporal, por lo que puede ocurrir que la cosecha no se dé, en cuyo caso tiene que pedir dinero prestado a sus vecinos y amigos para comprar maíz para comer. “Si no, hasta el otro día comemos”, dice el joven de 20 años, refiriéndose a su esposa y a él, pues asegura que sus hijos nunca se han quedado sin comer.
Su primogénita, Elsa Daniela, no toma leche y rara vez come carne; al igual que sus padres, se alimenta de tortillas, frijoles y café. El abultado vientre de la niña se asoma debajo de la vieja sudadera que viste y sus pies sucios de lodo tocan desnudos el frío cemento del “piso firme” de la casa.
En la cocina, Guillermina, la esposa de Flavio, se refugia cerca del fogón. Colgado en su espalda, el pequeño Hernán Joaquín tose débilmente, acaso por el humo de la leña que recién empieza a colmar el aire de la habitación, acaso por un malestar respiratorio, tan común en esta región, como señala el doctor Pérez Nolasco.
Guillermina permanece con la vista hundida en el piso de tierra de la cocina; cuando su esposo cuenta algo en un parco español, ella levanta la mirada. Su ojo derecho luce extraviado. Flavio comenta que Guillermina ya no ve bien, que sufre de náuseas, que desde pequeña le cuesta trabajo caminar. Temerosa de que el doctor solamente le recete medicinas que no podrá comprar, Guillermina prefiere resignarse.
El vendaval de diciembre pasado se llevó la letrina de la casa de Guillermina y Flavio. En el sitio donde se encontraba, sólo quedaron viejas tablas de madera desperdigadas entre las verdes matas que revisten la Sierra. Flavio se queja de que las autoridades municipales no le han querido brindar apoyo para reconstruir su letrina y lo atribuye a su filiación política con el Partido Acción Nacional en un municipio de cuño priista.
El síndico municipal de Eloxochitlán, Alberto Montalvo Cid, reconoce que el ventarrón afectó varias viviendas. Comenta que los vecinos se han acercado a la presidencia municipal para solicitar ayuda de las autoridades, “pero no contamos con recursos para que apoyemos a la gente”, dice. El funcionario se queja de que la gente exija el apoyo inmediato pues, insiste, no hay recursos. “Les vamos a dar techo, lámina de cartón…lo que se pueda”, afirma.
Pero al municipio más pobre de Puebla, apenas si llegan los recursos. El año pasado, Eloxochitlán recibió 35 millones 405 mil 105 pesos como presupuesto; de los cuales, 16 millones 638 mil correspondieron a los Fondos de Aportaciones para Infraestructura Municipal. Dicho monto equivalió al 0.53 por ciento del total, de acuerdo con la información de la Ley de Egresos de Puebla para el Ejercicio Fiscal 2009.
El Plan Estatal de Desarrollo 2005-2011 señala que las 39 instancias encargadas del desarrollo social en Puebla destinan un presupuesto anual de 323 pesos por persona para la población en alta y muy alta marginación, entre los que se cuentan los 11 mil 347 habitantes de Eloxochitlán.
Emigrar, la solución
La noche cae en el poblado de Xonotipan de Juárez y algunas luces diseminadas avisan de la presencia de casas en las laderas de la montaña. La tranquilidad que impera en el ambiente es interrumpida por el barullo de los hijos y sobrinos de Martha, que juegan descalzos en medio de sombras.
Martha ha vuelto a casa de sus padres luego de pasar varios años en Tehuacán, a donde fue a trabajar a una maquiladora cuando tenía 17 años.
Al principio ganaba 500 pesos a la semana por coser pantalones de mezclilla, pero al cabo de los años, llegó a recibir hasta 1 mil pesos por su trabajo semanal. Aunque precario, reconoce que su sueldo era más alto de lo que podría haber ganado en Xonotipan. “Lo que me pagaban ahí, aquí nadie me lo podía dar”, asegura. Al igual que ella, muchos pobladores de la Sierra emigran a Tehuacán en busca de una mejor vida, que con la siembra de maíz y café en esta depauperada zona es impensable para los pequeños propietarios.
Durante su estancia en una maquiladora, Martha sufrió malos tratos de los patrones. Los gritos y las amenazas de despido a los trabajadores eran constantes, así como el férreo control que los jefes llevaban de la producción diaria que cada obrero debía cumplir, y en caso de no hacerlo, el trabajador era obligado a laborar horas extra sin goce de sueldo.
Martha recuerda que la mayoría de sus compañeras eran madres solteras, jóvenes igual que ella.
Por años, Martha no regresó a Xonotipan ni mandó dinero a sus padres, pues lo que ganaba se le iba en pagar la renta y sobrevivir en la ciudad. Cuando sus hijos nacieron, los gastos aumentaron y su salario de obrera alcanzó para menos. Aún así podía comprar leche para sus hijos, mientras que en Xonotipan apenas si puede alimentarlos con frijoles.
Ahora, Martha se dedica a cortar café en los cafetales de sus padres. Su hermana sigue en Tehuacán, en la maquila. Aquí, en medio de la Sierra, las calles de Xonotipan siguen sin pavimento; más de la mitad de las viviendas no tiene agua potable y casi ninguna cuenta con drenaje. La vuelta al campo le ha hecho ver a Martha que, en este poblado de Eloxochitlán, la vida sigue siendo difícil y que lo que da la tierra no alcanza para vivir. A pesar de la difícil experiencia que vivió en la maquiladora, cuando se le pregunta si regresaría, queda pensativa un instante y luego se ríe antes de contestar que posiblemente lo hará, pero más tarde.
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