La Jornada
De acuerdo con información dada a conocer ayer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en el curso del año pasado el producto interno bruto del país (PIB) se contrajo 6.5 por ciento. Lo que esa cifra indica es que la crisis en curso ha sido la más grave desde que se tiene registro del PIB, pues superó incluso a la causada por el llamado
En retrospectiva, resultan exasperantes la imprevisión y la arrogancia con las que el gobierno calderonista y su entonces secretario de Hacienda, Agustín Carstens, desdeñaron en su momento la catástrofe que se cernía sobre México y que fue puntualmente advertida por diversos sectores políticos, sociales y académicos.error de diciembreen 1994, cuya responsabilidad se atribuye a los gobiernos de Carlos Salinas y de Ernesto Zedillo, y que se tradujo en un decrecimiento económico de 6.2 por ciento.
La coloquial respuesta del hoy titular del Banco de México a tales advertencias fue que, a diferencia de lo que había ocurrido en crisis anteriores, los quebrantos financieros que ya se vivían en Estados Unidos no habrían de traducirse, en nuestro país, en una pulmonía, sino a lo sumo, en
un catarrito.
Las cifras pueden resultar poco relevantes e inapreciables para los máximos responsables de adoptar decisiones en materia económica. Pero, en la cotidianeidad de millones de mexicanos, esa caída de 6.5 por ciento se ha traducido en desempleo, en una merma generalizada de los de por sí deprimidos niveles de vida y bienestar, en esperanzas fallidas, en desintegración social y familiar, y en hambre. Sin embargo, el gobierno mantuvo una actitud triunfalista e insensible incluso cuando la recesión ya se manifestaba en toda su crudeza e impactaba en todos los rubros del quehacer económico.
Hasta la fecha, el discurso oficial se empecina en afirmar que la crisis tuvo orígenes exclusivamente exógenos y, de esa forma, eludir toda responsabilidad por el drama social subsecuente. La realidad, sin embargo, es distinta: mientras en otros países las autoridades económicas se apresuraban a adoptar medidas contracíclicas para atenuar las peores implicaciones del desarreglo financiero mundial, el Ejecutivo federal, en el nuestro, operaba al revés: eliminaba los pocos mecanismos de protección a la economía familiar, abandonaba a su suerte a las pequeñas y medianas empresas, elevaba tarifas en proporciones injustificables e incrementaba impuestos de una manera que no podía sino alentar la caída del país en el pozo de la recesión.
El factor que permite explicar la concatenación de errores en el manejo de la crisis es el acatamiento a rajatabla de una doctrina económica –el neoliberalismo– que evidenció, con la recesión mundial del año pasado, su agotamiento, inoperancia e inmoralidad intrínseca. A la luz de esta contracción trágica de la economía nacional, hoy más que nunca resulta imperativo demandar al gobierno federal que emprenda un viraje en el manejo de las finanzas públicas, que deje de orientarlas al beneficio de los grandes capitales y las ponga al servicio del bienestar de la mayoría de la población.
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