mayo 09, 2009

La Gran crisis

Armando Bartra /I, II, III, IV y V

El mundo atraviesa por una crisis múltiple y unitaria cuyas sucesivas, paralelas o entreveradas manifestaciones configuran un periodo histórico de inédita turbulencia. Lo nuevo de la Gran crisis radica en la pluralidad de dimensiones que la conforman; emergencias globales mayores que devienen críticas precisamente por su origen común y convergencia:

Crisis medioambiental patente en un cambio climático antropogénico que avanza más rápido de lo que se previó a principios de 2007, hace apenas dos años, pero también en la desertización, deforestación, estrés hídrico, deterioro de los mares, erosión acelerada de la biodiversidad y contaminación de aire, suelo y agua dulce (Unesco, La Jornada 9/2/08).

Crisis energética evidenciada en patrones de consumo insostenibles, pues –en un dispendio que es causante mayor del cambio climático– durante la última centuria empleamos más energía que durante toda la historia anterior, pero visible igualmente en el progresivo agotamiento de los combustibles fósiles y en la paulatina reducción de su eficiencia energética (Agencia Internacional de Energía, World Energy Outloock, 2006).

Crisis alimentaria manifiesta en hambrunas y carestía causadas por el creciente uso no directamente alimentario de algunas cosechas (empleo en forrajes y biocombustibles), por el estancamiento de la productividad cerealera que por casi cinco décadas dinamizó la llamada Revolución Verde y por la especulación resultante del oligopolio trasnacional que domina en la rama (FAO, Informe, septiembre 2008).


Crisis migratoria documentada por el éxodo de origen multifactorial, cuyo saldo hasta ahora ha sido más de 200 millones de personas viviendo fuera de su país natal, pero también por la criminalización que los transterrados sin documentos padecen en los lugares de destino y por la erosión de las comunidades de origen y la desarticulación de sus estrategias productivas de solidaridad intergeneracional.

Crisis bélica dramatizada por las prolongadas y cruentas guerras coloniales de ocupación y resistencia que sacuden Chechenia (desde 1994), Palestina, Afganistán (desde 2001), Irak (desde 2003); motivadas por la pretensión de controlar espacios y recursos estratégicos por parte de las potencias globales y de algunas regionales.

Crisis económica desatada por la debacle de un sistema financiero desmecatado que mediante apalancamientos sin sustento pospuso la larvada crisis de sobreproducción; descalabro que se ha extendido a la economía material ocasionando masiva destrucción de capital redundante y de ahí a la vida real donde arrasa con el patrimonio de las personas.

Encrucijada civilizatoria

La Gran crisis es sistémica y no coyuntural porque no sólo desfonda el modelo neoliberal imperante durante los pasados 30 años, también pone en cuestión el modo capitalista de producir y socava las bases mismas de la sociedad industrial.

Si –como Braudel– llamamos civilización occidental a un orden espacialmente globalizante, socialmente industrial, económicamente capitalista, culturalmente híbrido, intelectualmente racionalista y que históricamente se define por su lucha sin fin contra la civilización tradicional (a la que nunca vence del todo porque ésta se le resiste tanto desde fuera como desde dentro), la presente es –en sentido estricto– una crisis civilizatoria (Fernand Braudel. Las civilizaciones actuales. Estudio de historia económica y social. REI, México, 1994, p. 12-46).

La magnitud del atolladero en que nos encontramos evidencia la imposibilidad de sostener el modelo inspirador del capitalismo salvaje de las últimas décadas. Pero también resulta impresentable un sistema económico que no es capaz de satisfacer las necesidades básicas de la mayoría y, sin embargo, periódicamente tiene que autodestruir su capacidad productiva sobrante. Y cómo no poner en entredicho a la civilización industrial cuando la debacle ambiental y energética da cuenta de la sustantiva insostenibilidad de un modo de producir y consumir que hoy por hoy devora 25 por ciento más recursos de los que la naturaleza puede reponer.

Los órdenes civilizatorios no se desvanecen de un día para otro y tanto la duración como el curso de la Gran crisis son impredecibles. Pero si bien el presente evento patológico podría, quizá, ser superado por el capitalismo, la enfermedad sistémica es definitivamente terminal. Todo indica que protagonizamos un fin de fiesta, un tránsito epocal posiblemente prolongado, pues lo que está en cuestión son estructuras profundas, relaciones sociales añejas, comportamientos humanos de larga duración, inercias seculares.

Otra vez la escasez

Vista en su integridad la presente es una clásica crisis de escasez patente en la devastación del entorno socioecológico operada por las fuerzas productivo-destructivas del sistema. Y es que detrás de la abundancia epidérmica de un capitalismo que se las da de opulento, pues por cada dos personas que nacen se fabrica un coche, de modo que la humanidad entera cabría sentada en los más de mil millones que conforman el parque vehicular, se oculta la más absoluta depauperación. Un empobrecimiento radical patente en la extrema degradación del entorno humano-natural, que nos tiene al borde de la extinción como especie.

Con su secuela de carestía y rebeliones, las crisis de escasez no han dejado de ocurrir periódicamente en diferentes puntos del tercer mundo. Pero el primero se ufanaba de que después de 1846-48 en que hubo hambruna en Europa, las emergencias agrícolas propias del viejo régimen habían quedado atrás. Parece que la industrialización ha roto a finales del siglo XVIII y en el XIX, este círculo vicioso, escribe Braudel al respecto (Fernand Braudel, ibid, p. 30). No fue así. Menos de dos siglos después del despegue del capitalismo fabril la emergencia por escasez resultante del cambio climático provocado por la industrialización amenaza con asolar al mundo entero.

La carestía alimentaria reciente no es aún como las del viejo régimen, pues, pese a que han reducido severamente, por el momento quedan reservas globales para paliar hambrunas localizadas. En cambio se les asemeja enormemente la crisis medioambiental desatada por el calentamiento planetario. Sólo que la penuria de nuestro tiempo no tendrá carácter local o regional, sino global y la escasez será de alimentos, pero también de otros básicos como agua potable, tierra cultivable, recursos pesqueros y cinegéticos, espacio habitable, energía, vivienda, medicamentos...

Los pronósticos del Panel Internacional para el Cambio Climático (PICC) de la ONU son inquietantemente parecidos a las descripciones de las crisis agrícolas de la Edad Media: mortandad, hambre, epidemias, saqueos, conflictos por los recursos, inestabilidad política, éxodo. Lo que cambia es la escala, pues si las penurias precapitalistas ocasionaban migraciones de hasta cientos de miles, se prevé que la crisis ambiental causada por el capitalismo deje un saldo de 200 millones de ecorrefugiados, los primeros 50 millones en el plazo de 10 años; se estima que para 2050 habrá mil millones de personas con severos problemas de acceso al agua dulce; y la elevación del nivel de los mares para el próximo siglo, que hace dos años el PICC pronosticó en 59 centímetros, hoy se calcula que será de un metro y afectará directamente a 600 millones de personas.

En los pasados cuatro años 115 millones se sumaron a los desnutridos y hoy uno de cada seis seres humanos está hambriento. Pero en el contexto de la crisis de escasez, que amenaza repetir el libreto de las viejas crisis agrícolas, enfrentamos un severo margallate económico del tipo de los que padece periódicamente el sistema: una crisis de las que llaman de sobreproducción o más adecuadamente de subconsumo.

Estrangulamiento por abundancia, irracional en extremo, pues la destrucción de productos excedentes, el desmantelamiento de capacidad productiva redundante y el despido de trabajadores sobrantes coincide con un incremento de las necesidades básicas de la población que se encuentran insatisfechas. Así, mientras que por la crisis de las hipotecas inmobiliarias en Estados Unidos miles de casas desocupadas muestran el letrero de Sale, cientos de nuevos pobres, saldo de la recesión, habitan en tiendas de campaña sumándose a los ya tradicionales homeless. Y los ejemplos podrían multiplicarse.

El contraste entre la presunta capacidad excesiva del sistema y las carencias de la gente será aun mayor en el futuro, en la medida en que se profundicen los efectos del cambio climático. Agravamiento por demás inevitable, pues el medioambiental es un desbarajuste de incubación prolongada cuyo despliegue será duradero por más que hagamos para atenuarlo.

La Gran crisis

Armando Bartra/II



Hay quienes ven en la conmoción que padecemos una redición del crack de 1929. Pero no, el presente no es un tropiezo productivo más entre los muchos de los que está empedrado el ciclo económico. La de hoy es una debacle civilizatoria por cuanto balconea sin atenuantes el pecado original del gran dinero; la irracionalidad profunda del modo de producción capitalista, pero también del orden social, político y espiritual en torno a él edificado.

Y este talón de Aquiles sistémico va más allá de que al reducirse relativamente el capital variable tanto por elevación de la composición orgánica como por la tendencia a minimizar salarios, se reduzca tendencialmente la tasa de ganancia y a la vez la posibilidad de hacerla efectiva realizando el producto. Ciertamente la contradicción económica interna del capitalismo, formulada por Marx hace siglo y medio, estrangula cíclicamente el proceso de acumulación, ocasiona crisis periódicas –hasta ahora manejables– y, según los apocalípticos sostenedores de la teoría del derrumbe, algún día provocará la debacle definitiva del sistema. Pero este pleito del capital consigo mismo es sólo la expresión entripada –económica– del antagonismo entre el gran dinero y el mundo natural-social al que depreda.

La contradicción ontológica del capitalismo no hay que buscarla en los tropiezos que sufre el valor de cambio para valorizarse, sino en el radical desencuentro entre el valor de cambio autorregulado y el valor de uso; en el antagonismo que existe entre la lógica que el lucro le impone a la producción económica y la racionalidad propia de la reproducción social-natural del hombre y los ecosistemas. Sin obviar –por sabido– el agravio canónico que siempre se le ha imputado al gran dinero: una soez desigualdad por la que en el arranque del tercer milenio los dos deciles más bonancibles de las familias poseen 75 por ciento de la riqueza, mientras en el otro extremo los dos deciles más depauperados apenas disponen de 2 por ciento.

Recesión y sobreproducción

Las perturbaciones endógenas del capitalismo fueron estudiadas de antiguo por Smith, Say, Ricardo y Stuart Mill, quienes pensaban que el sistema procura su propio equilibrio, y por Malthus, Lauderdale y Sismondi, quienes aceptaban la posibilidad de trombosis mayores. Pero fue Marx quien sentó las bases de la teoría de las crisis económicas, al establecer que la cuota general de plusvalía tiene necesariamente que traducirse en una cuota general de ganancia decreciente (pues) la masa de trabajo vivo empleada disminuye constantemente en proporción la masa de trabajo materializado (Carlos Marx. El capital. Fondo de Cultura Económica, México, 1965. Volumen III, p. 215).

Ahora bien, la disminución relativa del capital variable y, adicionalmente, la posible desproporción entre las ramas de la economía, pueden crear también problemas en el ámbito de la realización de la plusvalía mediante la venta de las mercancías, operación que, según Marx, se ve limitada por la proporcionalidad entre las distintas ramas de la producción y por la capacidad de consumo de la sociedad (constreñida por) las condiciones antagónicas de distribución que reducen el consumo de la gran masa de la sociedad a un mínimo (Ibid, p. 243). La primera de estas líneas de investigación inspiró a Tugan-Baranowsky, quien desarrolló la teoría de las crisis por desproporción, mientras que Conrad Schmidt exploró los problemas del subconsumo.

Después de la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado, Baran y Sweezy plantearon la tendencia creciente de los excedentes y consecuente dificultad para realizarlos. “No hay forma de evitar la conclusión de que el capitalismo monopolista es un sistema contradictorio en sí mismo –escriben–. Tiende a crear aun más excedentes y sin embargo es incapaz de proporcionar al consumo y a la inversión las salidas necesarias para la absorción de los crecientes excedentes y por tanto para el funcionamiento uniforme del sistema” (Paul A. Baran, Paul M. Sweezy. El capital monopolista. Siglo XXI Editores, México, 1968, p. 90).

Pero Marx vislumbró también algunas posibles salidas a los periódicos atolladeros en que se mete el capital. “La contradicción interna –escribió– tiende a compensarse mediante la expansión del campo externo de la producción” (Carlos Marx. Ibid, p. 243). Opción que parecía evidente en tiempos de expansión colonial, pero que una centuria después, en plena etapa imperialista, seguía resultando una explicación sugerente y fue desarrollada por Rosa Luxemburgo, al presentar la ampliación permanente del sistema sobre su periferia, como una suerte de huida hacia delante para escapar de las crisis de subconsumo apelando a mercados externos de carácter precapitalista. “El capital no puede desarrollarse sin los medios de producción y fuerzas de trabajo del planeta entero –escribe la autora de La acumulación de capital–. Para desplegar sin obstáculos el movimiento de acumulación, necesita los tesoros naturales y las fuerzas de trabajo de toda la tierra. Pero como éstas se encuentran, de hecho, en su gran mayoría, encadenadas a formas de producción precapitalistas (...) surge aquí el impulso irresistible del capital a apoderarse de aquellos territorios y sociedades” (Rosa Luxemburgo. La acumulación de capital. Editorial Grijalbo, México, 1967, p. 280). Esta línea de ideas sobrevivió a la circunstancia que le dio origen y ha generado planteamientos como el que propone la existencia en el capitalismo de una acumulación primitiva permanente, y más recientemente el de acumulación por despojo, acuñado por David Harvey (David Harvey. Espacios del capital. Hacia una geografía crítica. Akal, Madrid, 2007).

No menos relevante es explicarse el desarrollo cíclico de la acumulación y por tanto la condición recurrente de las crisis del capitalismo. Análisis que –por ejemplo– permitió a Kondratiev predecir el descalabro de 1929 (Nikolai Dimitrievich Kondratiev. Los ciclos largos de la coyuntura económica. Instituto de Investigaciones Económicas, UNAM, México, 1992), que posteriormente fue desarrollado por Schumpeter, entre otros, y que Mandel ubica en el contexto de las llamadas ondas largas (Ernest Mandel. Las ondas largas del desarrollo capitalista. La interpretación marxista. Siglo XXI Editores, Madrid, 1986).

El pecado original

Como se ve, mucha tinta ha corrido sobre el tema de las crisis económicas del capitalismo. Y no es para menos, pues algunos piensan que en la radicalidad de sus contradicciones internas radica el carácter perecedero y transitorio de un sistema que sus apologistas quisieran definitivo, además de que –en los hechos– las crisis de sobreproducción han sido recurrentes (1857, 1864-66, 1873-77, 1890-93, 1900, 1907, 1913, 1920-22, 1929-32, 1977, 1987, 1991, 1997, 2008-?). Sin embargo, la irracionalidad básica del sistema no está en los problemas de acumulación que enfrenta; sus contradicciones económicas internas no son las más lacerantes, y si algún día el capitalismo deja paso a un orden más amable y soleado no será por obra de sus periódicas crisis de sobreproducción, sino como resultado del hartazgo de sus víctimas, sin duda alimentado por los estragos que ocasiona la recesión, pero también por otros agravios sociales, ambientales y morales igualmente graves.





La Gran crisis

Armando Bartra /III



Abismarse en la crisis de sobreproducción, sobre todo hoy que enfrentamos una poliédrica debacle civilizatoria, es una forma de dejarse llevar por la dictadura de la economía propia del capitalismo, es una manifestación más de los poderes fetichistas de la mercancía, pero en este caso disfrazada de pensamiento crítico, aunque también es un ejemplo de imprudente autosuficiencia disciplinaria.

Y no es que el análisis económico no proceda, al contrario, es necesarísimo, siempre y cuando se reconozca que se trata de un pensamiento instrumental, una reflexión siempre pertinente pero que no suple al discurso radicalmente contestatario que la magnitud de la crisis demanda. Y en esto sigo a Marx, el padre de gran parte de la teoría económica crítica. El autor del El capital consideraba fundamental el descubrimiento de la ley de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, pues en ella el capitalismo encuentra su límite, su relatividad, el hecho de que este tipo de producción no es un régimen absoluto, sino un régimen puramente histórico, un sistema de producción que corresponde a una cierta época (Carlos Marx, El capital, p. 256). Pero para él esto no significaba que el capitalismo será llevado a su límite histórico por obra de dicha contradicción. Y es que este límite “se revela aquí de un modo puramente económico –escribe Marx–, es decir, desde el punto de vista burgués, dentro de los horizontes de la inteligencia capitalista, desde el punto de vista de la producción capitalista misma” (Carlos Marx, ibid).

Contradicciones endógenas y contradicciones exógenas. El riesgo está en que la erosión que el capital ejerce periódicamente sobre el propio capital oscurezca la devastación que ejerce permanentemente sobre la sociedad y sobre la naturaleza; en que el debate acerca de las contradicciones internas del mercantilismo absoluto relegue la discusión sobre sus contradicciones externas.

Tensiones verificables en una ciencia sofisticada pero reduccionista y una tecnología poderosa pero insostenible, en el compulsivo y contaminante consumo energético, en el irracional y paralizante empleo del espacio y el tiempo, en la corrosión de los recursos naturales y la biodiversidad pero también de las sociedades tradicionales y de sus culturas, en una exclusión económico-social que rebasa con mucho el proverbial ejército industrial de reserva, en estampidas poblacionales que no pueden justificarse como virtuoso autoajuste del mercado de trabajo. Todos ellos, desastres exógenos a los que se añaden desgarriates directamente asociados con la explotación económica del trabajo por el capital, como las abismales y crecientes diferencias sociales; además de los ramalazos provenientes de los periódicos estrangulamientos económicos, tales como la desvalorización y destrucción de la capacidad productiva excedente –lo que incluye a los medios de producción pero también al trabajo–, la aniquilación del ahorro y el patrimonio de las personas, etcétera.

Pero todas estas no son más que manifestaciones de la irracionalidad sustantiva, del pecado original del gran dinero; de la voltereta por la cual el mercado dejó de ser un medio para devenir fin en sí mismo; del revolcón por el que el valor de cambio se impuso al valor de uso y la cantidad a la calidad. Un vuelco trascendente por el que el trabajo muerto se montó sobre el trabajo vivo y las cosas acogotaron al hombre. Una inversión civilizatoria por la que el futuro fetichizado sustituyó al pasado como único dotador de sentido y el mito del progreso nos unció a la historia, como bueyes a una carreta.

Mercantilizando lo que no. A mediados del siglo pasado Karl Polanyi (La gran transformación, Fondo de Cultura Económica, México, 2003) sostuvo que la capacidad destructiva del molino satánico capitalista radica en que su irrefrenable compulsión lucrativa lo lleva a tratar como mercancías al hombre y la naturaleza –que proverbialmente no lo son– pero también al dinero, que en rigor es un medio de pago y no un producto entre otros. La primera conversión perversa conduce a la devastación de la sociedad y de los ecosistemas, la segunda desemboca en un mercado financiero sobredimensionado y especulativo que tiende a imponerse sobre la economía real. Años después, otros hemos abundado sobre la contradicción externa que supone la transformación del hombre y la naturaleza en mercancías ficticias (James O’Connor, Causas naturales; ensayos de marxismo ecológico, Siglo XXI, México, 2001, pp. 191-212; Armando Bartra, El hombre de hierro; límites sociales y naturales del capital, Editorial Itaca, UAM-UACM, México, 2008, pp. 79, 80).

Armando Bartra/ IV: La Gran crisis

a decadencia del sistema corroe las entidades que lo soportan y también las vacía de significado. Modernidad, progreso, desarrollo, palabras entrañables que convocaban apasionadas militancias, hoy se ahuecan si no es que adquieren carga irónica.
La convergencia de flagelos objetivos de carácter económico, ambiental, energético, migratorio, alimentario y bélico que en el arranque del tercer milenio agrava y encona las abismales desigualdades socioeconómicas consustanciales al sistema, deviene potencial crisis civilizatoria porque encuentra un terreno abonado por factores subjetivos: un estado de ánimo de profundo escepticismo y generalizada incredulidad, un ambiente espiritual de descreimiento en los ídolos de una modernidad que en el fondo nos defraudó a todos: a los poseedores y a los desposeídos, a los urbanos y a los rurales, a los metropolitanos y a los orilleros, a los defensores del capitalismo y a los impulsores del socialismo; que defraudó incluso a sus opositores, las sociedades tradicionales que denodadamente la resistieron.
La locomotora de la historia.La gran promesa de la modernidad: conducirnos a una sociedad que al prescindir de toda trascendencia metafísica y apelar sólo a la razón nos haría libres, sabios, opulentos y felices, comenzó a pasar aceite desde hace rato. Por un tiempo, creer en la regularidad cognoscible y operable de un mundo natural-social definitivamente desencantado, fue dogma de fe en un orden que al estar presidido por la razón técnico-económico-administrativa creía haber prescindido de toda ideología de sustento trascendente y por ello de toda fe. Pero la convicción no era suficiente, hacía falta también la inclinación afectiva, la militancia: “Hay que querer y amar la modernidad”, escribió Touraine (Alan Touraine. Crítica de la modernidad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1998, p. 65). Y afiliarse a la modernidad era enrolarse en el progreso. En palabras de Touraine: “Creer en el progreso significa amar al futuro, a la vez ineluctable y radiante” (Ibid, p. 68).
Fatal y seductor como una vampiresa, el futuro fue fetiche tanto del progresismo “burgués” como del revolucionarismo “proletario”, pero por diferentes vías y con distintos ritmos los altares de la modernidad fueron paulatinamente desertados. Las elites metropolitanas que durante la segunda mitad del siglo XX vieron hacerse realidad muchas de las premisas del paraíso prometido, pero sin que las acompañara la añorada plenitud, cultivaron un posmodernismo desilusionado, donde la subjetividad se desafana del flujo sin sentido del mundo. Después de un esperanzado pero efímero coqueteo con la “democracia occidental”, los damnificados del socialismo realmente existente desplegaron una desmodernidad pragmática que pasa tanto de las promesas de la “sociedad sin clases” como de las del “mundo libre”. Los pueblos originarios, largo tiempo negados o sometidos, reivindicaron identidades de raíz premoderna.
Añoranzas. Sin embargo la modernidad y el progreso no son del todo perros muertos, pues su versión tercermundista, el proverbial desarrollo, conserva aún gran parte de su capacidad de seducción. En unos casos bajo su forma clásica o “desarrollista”, en otros como “socialismo del siglo XXI” y en otros más como “altermundismo”, las dos últimas, variantes de lo que algunos han llamado modernidad-otra.
Y es que aquellos que siempre vimos de lejos las glorias de la modernidad, preservamos por más tiempo la esperanza en un desarrollo que –algún día– deberá equipararnos a las naciones primermundistas. Promesa ahora aún más difícil de cumplir, pues en los tiempos que corren habría que emprender el vuelo con alimentos y petróleo caros, mientras que los que despegaron antes lo hicieron con energía y alimentos baratos. Y aspiración en el fondo dudosa, pues cuando menos en algunos aspectos las admiradas metrópolis resultaron sociedades tan inhóspitas como las otras. Pero, pese a todo, en las orillas del mundo muchos siguen esperando acceder a las mieles de la modernidad (y si de plano no hay tales, cuando menos al chance de ser posmodernos con conocimiento de causa).
Tan es así que en el derrumbe del neoliberalismo y el descrédito de sus recetas, reaparecen con fuerza en la periferia el neonacionalismo desarrollista y la renovada apelación al Estado gestor. Nada sorprendente, cuando a los países centrales sacudidos por la megacrisis no se les ocurre remedio mejor que un neokeynesianismo más o menos ambientalista.
Que los zagueros de la periferia, los desposeídos de siempre y los damnificados de la Gran crisis sigan apelando a las fórmulas que demostraron su bondad en las añoradas décadas de la posguerra, cuando en las metrópolis el Estado benefactor gestionaba la opulencia, en el llamado bloque socialista había crecimiento con equidad y los populismos del tercer mundo procuraban a sus clientelas salud, educación, empleo industrial y reforma agraria, me parece poco menos que inevitable. Y es que en el arranque de las grandes transformaciones, los pueblos y sus personeros acostumbran mirar hacia atrás en busca de inspiración.
Podemos esperar, sin embargo, que el neomilenarismo sea una fase transitoria y breve. Por un rato seguiremos poniendo vino nuevo en odres viejos, pero en la medida en que la Gran crisis vaya removiendo lo que restaba de las rancias creencias, es de esperarse que surja un modo renovado de estar en el mundo. Un nuevo orden material y espiritual donde algo quedará del antiguo ideal de modernidad y al que sin duda también aportaran las aún más añejas sociedades tradicionales que no se fueron del todo con la finta del progreso.



La Gran crisis

Armando Bartra/ V y última

Hay dos visiones generales del recambio civilizacional al que nos orilla la Gran crisis: la de quienes siguen pensando, como los socialistas de antes, que en el seno del capitalismo han madurado los elementos productivos de una nueva y más justa sociedad que habrá de sustituirlo mediante un gran vuelco global, y la de quienes vislumbran un paulatino –o abrupto– proceso de deterioro y desagregación, una suerte de hundimiento del Titanic civilizatorio al que sobrevivirán lanchones sociales dispersos. La primera opción, una versión socialista o altermundista de las promesas del Progreso, ha sido objetada por visionarios como Samir Amin e Immanuel Wallerstein, para quienes la historia enseña que la conversión de un sistema agotado a otro sistema contenido en germen en el anterior ha consistido en pasar de un orden inicuo a otro, de un clasismo a otro clasismo, de modo que la "decadencia o desintegración" son más deseables que una "transición controlada" (Immanuel Wallerstein, Impensar las ciencias sociales. Editorial Siglo XXI, México 1998, p. 27). El hecho es que –mientras vemos si cambiamos de timonel o de plano hundimos el barco– en las últimas décadas proliferó en las costuras del sistema un neoutopismo autogestionario hecho a mano que busca construir y articular plurales manchones de resistencia, tales como economías solidarias, autonomías indígenas y toda suerte de colectivos en red. Estrategia que tiene la "posmoderna" virtud de que no parte de un nuevo paradigma de aplicación presuntamente universal, sino que adopta la forma de una convergencia de múltiples praxis (Euclides André Mance, Redes de colaboración solidaria. Aspectos económico filosóficos: complejidad y liberación. Universidad de la Ciudad de México, México, 2006. Boaventura de Sousa Santos y César Rodríguez, "Para ampliar el canon de la producción" en Desarrollo, eurocentrismo y economía popular. Más allá del paradigma neoliberal. Ministerio para la Economía Popular, Caracas, 2006).

El sujeto. Sin sujeto no hay crisis que valga. Los desórdenes que socavan al neoliberalismo, al capitalismo en cuanto tal, a la propia sociedad industrial y al imaginario de la modernidad conformarán una crisis civilizatoria si, y sólo si, las víctimas asumimos el reto de convertir el magno tropezón sistémico en encrucijada societaria. Los tronidos y rechinidos de la máquina de vivir y el descarrilamiento de la locomotora productiva plantean preguntas acuciantes, interrogantes perentorios, pero la respuesta está en nosotros.

Jürgen Habermas nos recuerda que tanto en la medicina como en la dramaturgia clásica el término crisis se refería al "punto de inflexión de un proceso fatal" y aun si en las disciplinas en que el concepto debutó el curso de la enfermedad o del destino se imponían, la noción de crisis “es inseparable –dice Habermas– de la percepción interior de quien la padece”, de la existencia de un sujeto cuya voluntad de vivir o de ser libre están en juego. “Dentro de la orientación objetivista –continúa– no se presentan los sistemas como sujetos; pero sólo éstos (...) pueden verse envueltos en crisis. Sólo cuando los miembros de la sociedad experimentan los cambios de estructura como críticos para el patrimonio sistémico y sienten amenazada su identidad social, podemos hablar de crisis” (Jürgen Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1975, p. 15-18).

Primeras insurgencias. A mediados de 2008 tuvimos un evento de la crisis alimentaria porque a resultas de la carestía de los granos básicos se presentaron emergencias sociales contestatarias en más de 30 países, entre ellos Argentina, Armenia, Bolivia, Camerún, Costa de Marfil, Chile, Egipto, Etiopía, Filipinas, Madagascar, México, Pakistán, Perú, Somalia, Sudán, Tajikistán, Uganda, Venezuela. Movilizaciones que en el caso de Haití, donde el precio del arroz se duplicó en una semana, dejaron varios muertos, decenas de heridos y la caída del gobierno. Los desórdenes ambientales, que por su propia índole son de despliegue relativamente lento y duradero, han ido configurando una crisis con el surgimiento del movimiento ambientalista en la segunda mitad del siglo pasado. Los éxodos trasnacionales y la creciente presencia de migrantes indocumentados en las metrópolis pasaron de dato demográfico a crisis social cuando 3 millones de personas, mayormente transterradas de origen latino, se movilizaron en las principales ciudades de Estados Unidos en defensa de sus derechos. Y la crisis económica es crisis económica, no tanto porque hay semblantes angustiados en la bolsa de valores cuando caen el Dow Jones o el Nikei, como porque millones de personas aquejadas por el desempleo, las deudas y la pérdida de su patrimonio comienzan a manifestarse en la calle, como sucedió en las masivas jornadas de protesta y en defensa de los puestos de trabajo y la capacidad adquisitiva del salario, escenificadas en Francia el 29 de enero y el 19 de marzo de 2009.

Y es que las crisis convocan al pensamiento crítico y la acción contestataria. O, mejor dicho, el desarreglo sistémico deviene crisis en la medida en que involucra la praxis de los sujetos. Protagonistas del drama que son a la vez constituidos y constituyentes de la crisis.

En esta perspectiva, la debacle ambiental, alimentaria, energética y migratoria, a la que hoy se añade la depresión económica, conforman una crisis sistémica en tanto han congregado ya una amplísima gama de discursos cuestionadores que ven en ella el fin de la fase neoliberal del capitalismo. Pero en este diálogo se escuchan igualmente las voces de quienes pensamos que la devastación que nos rodea resulta del pecado original del gran dinero: la conversión en mercancía de un orden humano-natural que no puede reproducirse con base en la lógica de la ganancia; de quienes creemos que si para salvarse de sus propios demonios el capitalismo deja definitivamente de ser un sistema de mercado autorregulado, también deja de ser capitalismo y entonces el reto es desarrollar nuevas formas de autorregulación social; de quienes sostenemos que lo que se desfondó en el tránsito de los milenios no es sólo un mecanismo de acumulación, sino también la forma material de producir y consumir a él asociada, el sistema científico tecnológico y la visión prometeica del progreso en que deriva, el sentido fatalista y unilineal de la historia que lo sostiene...

Si, a la postre, éstas son las percepciones dominantes, entonces –y no antes– estaremos ante una crisis civilizatoria.

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