julio 04, 2009

América Latina: ¿Quién cambia a quién?

Jorge Gómez Barata (especial para ARGENPRESS.info)

Referido a la evolución política hemisférica y más allá del continente, no recuerdo otra coyuntura histórica en la cual la ruptura entre el pasado y el porvenir, a escala de toda una región y de una época, haya sido tan evidente y profunda como lo ocurrido en América Latina durante la última semana en respuesta al golpe de estado en Honduras.

Con eficacia y prontitud, con mínimos gastos retóricos y sin dar tiempo ni oportunidad para que los golpistas se consolidaran, los gobiernos políticamente más avanzados se pronunciaron contra la interrupción de la vida institucional del más vulnerable de los países centroamericanos y, actuando como vanguardia, promovieron el respaldo al movimiento popular de una de las naciones que más trabajosamente avanza en la edificación de un sistema político orientado hacía la democracia.

Con una prontitud y una coherencia nunca vista, desde todos los puntos del continente, cubriendo un variopinto espectro ideológico que abarca prácticamente a todas las organizaciones nacionales, regionales, hemisféricas e incluso mundiales y a decenas de líderes, desde Fidel Castro y Hugo Chávez hasta Barack Obama e Hillary Clinton, cuya acción política coincidente, hasta la víspera era impensable. Asombra también la coherencia del esfuerzo y la similitud del lenguaje.

De pronto, por una acción aislada e insensata hasta lo suicida, los restos de la oligarquía hondureña, sobrevivientes del proceso político experimentado por la región, sin saberlo, actúa como catalizador y aglutina a una enorme diversidad de fuerzas políticas identificadas en torno a la lucha por restablecer la institucionalidad democrática.


La lucha por la democracia fue originalmente un empeño de los sectores liberales de la burguesía revolucionaria europea, que arrastró a las grandes batallas de clase a: proletarios, campesinos, artesanos, librepensadores y representantes de profesiones liberales, que en la coyuntura histórica de finales del siglo XVIII y el XIX, confrontaron a la nobleza, las elites militares y el clero, horcones del régimen feudal.

Por un extraño desarrollo de aquellos procesos políticos, la derrota del feudalismo que condujo a la implantación de un régimen de mayores libertades individuales y políticas, tolerancia ideológica, laicismo y participación popular por medio de las elecciones y el sufragio, sirvió también para el advenimiento del capitalismo salvaje, el régimen que ha concitado la mayor repulsa en toda la historia política europea. En el contexto de aquellas luchas y en cierta medida, como parte de ellas, surgieron la socialdemocracia y el marxismo.

Aunque nunca cubrieron las expectativas de sus ciudadanos ni colmaron las aspiraciones de las clases populares, las prácticas y las instituciones democráticas europeas no se extendieron al Nuevo Mundo donde las administraciones coloniales establecieron un peculiar estándar.

Atrapadas en la trampa de las enormes deformaciones estructurales introducidas por la conquista y la colonización, herederas de las actitudes discriminatorias y excluyentes hacía los pueblos originarios, viciadas por el autoritarismo y el caudillismo emanado del carácter más militar que político de las luchas por la independencia, y dependientes del capital extranjero, las élites criollas se convirtieron en oligarquías.

Para mantener el esquema de dominación basado en la explotación, la pobreza y la exclusión, la oligarquía, asistida por fuerzas del imperio que se beneficiaban con el ambiente de primitivismo político y subdesarrollo económico, con intención de exterminio, reprimieron, no sólo a los sectores y elementos patrióticos, a las fuerzas avanzadas y a la izquierda marxista, sino también a los elementos liberales de sus propias burguesías nativas que aspiraban al establecimiento de democracias formales.

Doscientos años después, con la Revolución Mexicana de 1910 y la Revolución Cubana como premisas, el precedente implantado por Salvador Allende y la Unidad Popular Chilena, aunque tardíamente, América Latina, avanza en una nueva etapa en la cual, la lucha por la democracia y las libertades políticas asume un nuevo contenido al cual no ha podido ser indiferente ni siquiera el imperio que, por esta vez, lejos de confrontar al movimiento popular, se ha sumado.

Es bueno haber luchado y haber llegado hasta aquí para corroborar el hecho de que, con altos y bajos y por medio de complejos y a veces ininteligibles procesos, la historia de la humanidad no la hacen los caprichos ni la fuerza, no es guiada por la certeza de los líderes, que aportan talento y consagración, sino por fuerzas tan poderosas que a veces se confunden con la voluntad divina.

Lo que realmente está ocurriendo es que Estados Unidos no puede cambiar la realidad pero la realidad si puede cambiar a Estados Unidos.

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