JAVIER SICILIA / Proceso
En sus grandes ensayos, Hannah Arendt puso al descubierto que los rostros históricos del totalitarismo –fascismos y comunismos– surgían de una fuente común: la intromisión de la técnica en el ámbito de la política.
Para Arendt, que venía de un estudio atento del mundo griego, la política –que estaba por encima del hacer mediante la técnica– es el acto puro, el de los hombres libres que echan a andar, en la red de relaciones humanas, procesos de acción y reacción que, a diferencia de la técnica, son imposibles de controlar. Es el sitio del ejercicio de las virtudes y de la gratuidad perfecta en beneficio del común.
Los totalitarismos, sin embargo, al tratar de controlar ese ámbito de lo impredecible y recomponer la vida común, introdujeron dos tipos de ideas aparentemente contrarias pero funcionalmente equivalentes: la historia y la raza; la historia y la biología, como dos formas del hacer, del producir y controlar un mundo para el futuro. Con ello, dice Arendt,- hicieron de la política una técnica extrema o, como señala Georges Voet al comentarla, “una fabricación que abarca la totalidad de lo real, incluyendo a los seres humanos (...) Al prometer a las masas ‘la producción’ final de la historia (el comunismo) o la ‘creación’ de la forma final de lo vital (la raza superior) –o mejor, al prometer una escatología, es decir, ‘las cosas últimas’ para toda la humanidad–, convirtieron lo político en un producto de la técnica e iniciaron la era de la tecnología política o de la política como tecnología o de la negación de lo humano”.
Aunque aparentemente el último de los totalitarismos históricos cayó con el desplome del Muro de Berlín en 1989, se ha dado poca importancia –de ahí que diga aparentemente– al totalitarismo que hay detrás del único régimen que quedó en pie: el liberalismo.
La teoría clásica liberal –que nació como una respuesta a la Iglesia y a los Príncipes que habían desechado el sentido político griego y acaparado el dominio público– quería fundar un orden civil y político basado en un pluralismo ajeno a cualquier orden dado de antemano. Para ello creó una sociedad plural con un mecanismo regulador, el Estado, que permitiera a los hombres funcionar juntos mecánicamente. Si no era el retorno a la polis griega, era, al menos, un sitio que garantizaba, como creía Hegel, su posibilidad en el tiempo y más allá de la esclavitud de la que el mundo griego no pudo escapar. Por desgracia, la defensa que el liberalismo hizo de esa pluralidad la hizo de la misma manera que, después de él, la hicieron los totalitarismos: “mediante –vuelvo a Voet– la propagación de (una técnica) políticamente desregularizada y desregularizadora: la del trabajo productivo y el mercado ordenado hacia un consumo ilimitado”. No la historia ni la raza, sino el Mercado. Un mecanismo que, lo había visto con mucha claridad Arendt a mediados del siglo XX, terminaría por someter lo político a lo puramente vital, a la pura sobrevivencia.
Esta forma sutil del totalitarismo, a pesar de las críticas de Gandhi, de la escuela de Frankfurt, de Marcuse, del 68 y de las más recientes y más penetrantes de Foucault, Baudrillard o de la lucha zapatista, es constantemente legitimada por los Estados y los medios de comunicación en formas cada vez más contrarias a la pluralidad democrática. Tomemos dos ejemplos simples, pero que hablan del vínculo del liberalismo con los totalitarismos duros. En el período electoral que estamos viviendo, el IFE, en su campaña publicitaria, no deja de repetir en sus spots: “Así nuestra democracia crece y crecemos todos”. Junto a él, el gobierno de Morelos no cesa también de publicitarse con un eslogan que suena al del letrero que pendía a la entrada de Auschwitz (“El trabajo los hará libres”): “Morelos, tierra de libertad y de trabajo”.
Para los liberales –algo que también está en Marx cuando escribe: “Si no hay más no habrá nada”–, el crecimiento y el trabajo son la panacea universal. Para ellos, el crecimiento sin límites del mercado y de los votantes es sinónimo de vida política y democrática. Los mecanismos de producción y de distribución de bienes están para ellos en íntima relación con el pluralismo político entendido en clave individualista. Con ello, el liberalismo, al igual que lo hicieron los totalitarismos duros, ha destruido la noción política clásica de “la vida buena”, de la libertad que consiste en el equilibrio entre el hacer y el acto puro, gratuito y alegre del ser virtuoso. “En el liberalismo –dice bien Georges Voet– ya no hay ideas fundamentales o bienes sustanciales. Lo único que hay de básico es un mecanismo regulador (…) que promete maximizar los intereses mediante el ficticio y simplista mecanismo de la ley de la oferta y la demanda”. Una ficción que la crisis y el intento de los Estados por rearticularla han puesto al desnudo como el sesgo totalitario de la libertad liberal. ¿Cómo destruirlo? Su rostro está ahí, más claro que nunca; las maneras de victimarlo están también ahí, enterradas en el corazón de lo humano e iluminadas por las críticas más radicales y las luchas más virtuosas. Gandhi lo entendió muy bien al propugnar una economía moral de subsistencia y el gozo de la gratuidad de la política donde los hombres equilibran la vida humana bajo la luz de las virtudes.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
abril 23, 2009
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