Ilán Semo / La Jornada
Entre 1991 y 1994, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari emprendió la privatización de cientos de empresas públicas. Las dos administraciones siguientes continuaron el proceso entre 1994 y 2006, hasta contraer el “tamaño del Estado” –como se suele decir en la jerga tecnocrática– a su nivel más exiguo en la historia del país. Hoy están a debate Pemex y las funciones que le atribuye la Constitución. El deterioro de la industria petrolera ha alcanzado grados que la colocan en la perspectiva de un desplome. Urge discutir y, sobre todo, urge hacer algo. Pero nada de lo que se haga puede prescindir del análisis de lo que ya ha sucedido. Hablar de “privatizar” en México implica una historia intensa y dramática de pocos éxitos y muchos fracasos, en la que abundan los números rojos y escasean los números negros. Y nadie, seguramente, estará en ánimo de impulsar una reforma energética que reitere los descalabros del pasado.
En los años 80, Telmex era una empresa pública solvente. Su privatización se tradujo en un rápido crecimiento, la mejoría de los servicios y el afianzamiento de uno de los grupos industrial-financieros más poderosos de América Latina. Pero su éxito ha sido, en cierta manera, aterrador para la economía nacional. Ya que funciona como un monopolio, logra imponer precios que superan ostensiblemente los de la telefonía internacional. Cualquier producto hecho en México, con el que Telmex tiene algo que ver, seguramente se halla de antemano en desventaja en el mercado global. ¿Fue eficiente la privatización? La respuesta no es sencilla. Tal vez una simple desregulación habría redundado en mejores resultados.
La privatización de la banca –o la forma de esa privatización– trajo consigo no sólo la catástrofe de 1995, según un informe del propio Francisco Gil Díaz, sino a la postre su desnacionalización completa. La banca internacional funciona en México como un oligopolio, con ganancias únicas en el mundo. ¿Era todo esto necesario? Además, el país ya no cuenta con una banca de desarrollo, condición esencial para una economía solvente y articulada.
La adquisición del Canal 13 por empresarios de Monterrey ha sido probablemente el mayor fiasco de todas las privatizaciones. Su efecto sobre la sociedad mexicana ha sido simple y sencillamente depredador. Ha cercenado la pluralidad política, ha anulado la calidad televisiva y ha consolidado el duopolio informático. El país ya no cuenta con una televisora pública de cobertura nacional.
No estoy abogando por un retorno a la vieja economía mixta, que acabó deteriorándose, entre otras razones, por su incapacidad de transformar los ingresos petroleros en insumos para el desarrollo. Pero sí es preciso liberarnos de los dogmas y las fábulas que han rodeado a las privatizaciones.
El sustento de la economía chilena, la más “neoliberal” de América Latina, ha sido una empresa pública: el conglomerado encargado de la extracción y la comercialización del cobre. El milagro español se erigió sobre una decena de muy sólidas empresas del Estado. Y la transformación de Brasil en un semigigante habría sido inconcebible sin su economía pública.
Una empresa pública puede ser perfectamente funcional si cuenta con las condiciones que le permitan desplegarse orgánicamente, siempre y cuando exista voluntad (en esta caso, política) para hacerlo. ¿Por qué voluntad política? Una de las características actuales de la globalización ha sido lo que Zygmunt Barman llamó “el divorcio entre la política y el poder”. Los poderes económicos y financieros que actúan en el orden global han ido expropiando al Estado sus poderes tradicionales. Gran parte del poder que el Estado requiere (y del que disponía) para cumplir sus funciones sociales se ha desplazado a la escena global. La imposibilidad de acotar políticamente a las fuerzas extraterritoriales se ha convertido en una fuente de crecientes incertidumbres. Al mismo tiempo, el enrarecimiento del poder público resta cada vez más importancia a las redes que garantizaban la viabilidad de la sociedad misma, a sus instituciones políticas y a su capacidad de obtener resultados para la población.
Entendida como problema, la soberanía se ha desplazado cada vez más a la capacidad de conectarse con un mundo cuyas fuerzas escapan al control de esa soberanía. Sin embargo, hay maneras y maneras de abrirse a ese mundo. Pocas sociedades han logrado sortear este acoplamiento felizmente. La mayoría han sido abiertas como se abre una lata con un abrelatas. Para ellas, la vieja y bella utopía de Karl Popper (inspirada en el móvil de la autoafirmación) sobre la “sociedad abierta” ha devenido una pesadilla. Y de esa pesadilla quiere salir también la sociedad mexicana.
abril 19, 2008
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