JAVIER SICILIA / Proceso
En su sentido etimológico, la palabra crisis quiere decir “momento de decisión”. En el sentido de la economía moderna –el único sentido que parece habitar en nuestras sociedades–, significa hecatombe, alarma, pánico. Cada mañana, al abrir los ojos, los noticiarios y los periódicos nos recetan esas dosis de horror: junto a los nuevos descabezados y asesinados del día anterior –frutos también del deseo económico–, informadores y economistas, con la abstracción impalpable de las gráficas y las cifras, no cesan de mostrarnos los estragos de la crisis y –aquí redescubren el sentido etimológico de la palabra– de buscar una solución, de decidirse por un camino de salida. Para ellos y los políticos, enfrentar la crisis significa aumentar patógenamente la dependencia de la gente hacia los mercados y sus controles. De ahí su alarma, su incitación al miedo. (El capitalismo, para efectuar los reajustes necesarios que le permitan sobrevivir, necesita, como el fascismo y el comunismo, generar miedo.) Para quienes hemos denunciado la falacia en que la economía moderna se funda, significa, por el contrario, una manera de recuperar la renuncia selectiva, progresiva y crítica a ciertas mercancías y algunos servicios que destruyen la libertad y el mundo de lo humano; una oportunidad –de ahí su carácter de bendición– para desenchufarnos del sistema; una posibilidad de recuperar lo que la oiconomia significaba para Aristóteles y, después, para Gandhi, “el cuidado de la casa”, y no –es el sentido que le da la economía moderna– la asignación de recursos limitados a fines ilimitados, que el propio Aristóteles definía, en oposición a la oiconomia, como crematística: la desproporción del que entra en intercambios con la intención de obtener más de lo que da y de acumular más allá de cualquier principio de satisfacción. Ciertamente, como lo señala mi amigo Jean Robert, no es posible ya rehumanizar esa economía. Es, dice bien este enemigo jurado del automóvil y su destrucción del espacio común, “tan utópico como querer volver al automóvil amigable con el peatón”. Pero “lo que no puede cambiarse de fondo –dice también este hombre que ha hecho de su vida de caminante el marco de su reflexión– debe contenerse”. Bien mirada, la crisis puede llevarnos, mediante actos de renuncia a los consumos superfluos del mercado y mediante la rearticulación de huertos urbanos –como lo hicieron los rusos y lo hacen los cubanos frente al embate de la globalización–, a una forma de contención del capitalismo que busca volver a ponerse sobre sus rieles para, en nombre de la seguridad, aumentar los niveles de control, de destrucción sistemática de las autonomías pueblerinas y de represión a la disidencia. Si no hacemos de los límites al consumo y a la producción un camino de libertad, la rearticulación del capitalismo nos hará volver a las trilladas veredas de la dependencia, al control y sistemática destrucción de diversidades naturales y culturales, así como a la miseria y al enriquecimiento ilimitado de unos cuantos. Baste para ello revisar a los padres de la economía moderna. Una cita de Adam Smith, amigo de moralistas y teólogos de la gran tradición escocesa, es luminosa: “La economía moderna es una máquina de producir simultáneamente riquezas ni siquiera imaginables por nuestros ancestros y abismos de miseria”. Reformulada, bajo la lupa del tiempo, por Jean Robert, esta frase dice: “La economía ha ofrecido a los hombres llevarlos hacia la abundancia al tiempo que fomenta las formas de escasez (es decir, la consecuencia de aplicar medios limitados a fines ilimitados) que son la base de las nuevas formas de miseria”. “Entre más riquezas ostenta una sociedad, menos sus miembros serán capaces de las relaciones de mutualidad que eran naturales entre los pobres históricos y eran la base de sus redes de subsistencia”. O, como lo refirió John M. Farlane, cuando contemplaba a la nación más rica del siglo XVIII: “No es en las naciones estériles y bárbaras donde hay más miseria, sino en las prósperas y civilizadas”. Lo que los padres de la economía moderna vieron con gran lucidez, sus hijos lo han perdido de vista, pero la crisis y el malestar de nuestro siglo lo ha hecho evidente. La bendición de esta crisis no está por lo tanto en que, como sueñan muchos liberales de la tradición republicana o muchos socialistas de la tradición redistributiva, el Estado vuelva a tomar su papel de regulador del Mercado –ese tipo de aspirinas no tocará la raíz del mal que está en la base del principio económico del capitalismo–, sino precisamente en que puede permitirnos recobrar dolorosa y gozosamente la concretud de la vida. No sólo la dureza de la necesidad –creer que algún día podíamos escapar de ella ha sido la ilusión del capitalismo y de las ideologías históricas que nacieron de su entraña–, sino también, y contra las abstracciones del Mercado y sus controles, la solidez del suelo, de la solidaridad, de la subsistencia, de la autonomía creadora y de la pobreza digna y humana que, al desenchufarnos de la ficción económica, puede contener las desmesuras del capitalismo que, como una metáfora de lo grotesco, podemos leer aun en la abundancia que circunda a nuestro secretario de Hacienda. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
febrero 14, 2009
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