Porfirio Muñoz Ledo
Sorprendió a no pocos, tras el mal entuerto de la conferencia internacional, el alto nivel de vida en Dinamarca, que goza de los premios en estándares de igualdad, servicios públicos y civilidad. Un estado de bienestar que capta por la vía fiscal más de la mitad de su producto interno y se finca en un salario mínimo veinte veces mayor que el nuestro.
El repaso histórico de estas sociedades permite apreciar con nitidez sus orígenes: en este caso el fin de la era glaciar, con efectos físicos tan determinantes como los que ocurrirían con un mayor calentamiento global. También el enorme esfuerzo colectivo para vencer la adversidad, afirmar la autonomía y conquistar el esplendor.
El repaso histórico de estas sociedades permite apreciar con nitidez sus orígenes: en este caso el fin de la era glaciar, con efectos físicos tan determinantes como los que ocurrirían con un mayor calentamiento global. También el enorme esfuerzo colectivo para vencer la adversidad, afirmar la autonomía y conquistar el esplendor.
La pregunta que cada civilización plantea alude a los estímulos de su ciclo vital, a sus alternativas verdaderas y a las causas de su decadencia. Cómo lograron remontar las más aciagas circunstancias o cómo se desintegraron sin remedio para formar parte de otras hegemonías o disolverse entre las venas de nuevas constelaciones culturales.
Mientras vibra la identidad nacional, lo propio es referente cotidiano y con frecuencia angustioso, máxime en tiempos de comunicación satelital. A las noticias domésticas recibidas, se añadieron las entrevistas a distancia. Una en particular me desató consideraciones comparativas: ¿cómo definiría usted la década que va a terminar para México?
La respuesta fue casi instintiva: “catastrófica”, dije. Aunque luego pensé que podríamos llamarla: “el decenio trágico” en remembranza de los días que cortaron en flor nuestra esperanza democrática en 1913. No viene a la memoria otro período, desde la restauración de la República, en que sea más ominoso el cúmulo de infidencias y deserciones cometidas.
La década de los setentas fue tal vez la última en que tuvimos progreso, extraviado por la grandilocuencia irresponsable. A pesar de los lastres de la inequidad y el autoritarismo, el país crecía y parecía tener sentido. Vinieron luego la “década perdida” y la transición abortada. Nunca había sido- sin embargo- tan arteramente traicionada una expectativa de cambio como ocurrió en los comienzos de este milenio.
Casi treinta años de estancamiento económico, parálisis de la política igualitaria, disolución institucional, corrupción generalizada, transferencia de poder estatal hacia los intereses particulares y pérdida de los espacios de soberanía. Por ello la respuesta a la cuestión: ¿cuál es la solución para el país? resulta severa: probablemente nuestro Estado-nación no tenga remedio.
¿Qué hacer cuando la clase dirigente ha sido jibarizada por el vacío mental de la mezquindad? Ciertamente, los pueblos siempre tienen la última palabra, pero ésta ha de expresarse a través de movimientos contundentes capaces de erigir una construcción social distinta. Los declives sólo se detienen con un cambio de régimen. Aquí lo hemos nombrado Nueva República.
La última pregunta formulada: ¿qué piensa de la propuesta política de Calderón? se contesta por sí misma. Nada hay en la famélica iniciativa que guarde relación con la gravedad y dimensión de los problemas de México. No corresponde, siquiera, a esos pliegos tardíos de concesiones que suelen formular los sistemas en agonía. Es una trampa mediática mal intencionada, destinada a mitigar una derrota electoral inevitable.
He llamado en exceso verbal “pozoleros políticos” a quienes descuartizan sin piedad el gran proyecto de reformar al Estado. Menos merecen quienes derraman el caudal simbólico del bicentenario en la pendiente de desviaciones ratoneras. El creciente consenso a favor de una nueva Constitución, ha sido trocado en acertijo para atrapar a los aliados circunstanciales de un gobierno moribundo.
El régimen ha exhibido su pequeñez, la sociedad debiera empeñarse en mostrar su grandeza. Es hora de convocar, desde todas las organizaciones libres, estamentos oprimidos y personalidades independientes a un despertar comunitario. No hay más ámbito de esperanza que la edificación de una nueva mayoría desde la orfandad y la rabia.
Mientras vibra la identidad nacional, lo propio es referente cotidiano y con frecuencia angustioso, máxime en tiempos de comunicación satelital. A las noticias domésticas recibidas, se añadieron las entrevistas a distancia. Una en particular me desató consideraciones comparativas: ¿cómo definiría usted la década que va a terminar para México?
La respuesta fue casi instintiva: “catastrófica”, dije. Aunque luego pensé que podríamos llamarla: “el decenio trágico” en remembranza de los días que cortaron en flor nuestra esperanza democrática en 1913. No viene a la memoria otro período, desde la restauración de la República, en que sea más ominoso el cúmulo de infidencias y deserciones cometidas.
La década de los setentas fue tal vez la última en que tuvimos progreso, extraviado por la grandilocuencia irresponsable. A pesar de los lastres de la inequidad y el autoritarismo, el país crecía y parecía tener sentido. Vinieron luego la “década perdida” y la transición abortada. Nunca había sido- sin embargo- tan arteramente traicionada una expectativa de cambio como ocurrió en los comienzos de este milenio.
Casi treinta años de estancamiento económico, parálisis de la política igualitaria, disolución institucional, corrupción generalizada, transferencia de poder estatal hacia los intereses particulares y pérdida de los espacios de soberanía. Por ello la respuesta a la cuestión: ¿cuál es la solución para el país? resulta severa: probablemente nuestro Estado-nación no tenga remedio.
¿Qué hacer cuando la clase dirigente ha sido jibarizada por el vacío mental de la mezquindad? Ciertamente, los pueblos siempre tienen la última palabra, pero ésta ha de expresarse a través de movimientos contundentes capaces de erigir una construcción social distinta. Los declives sólo se detienen con un cambio de régimen. Aquí lo hemos nombrado Nueva República.
La última pregunta formulada: ¿qué piensa de la propuesta política de Calderón? se contesta por sí misma. Nada hay en la famélica iniciativa que guarde relación con la gravedad y dimensión de los problemas de México. No corresponde, siquiera, a esos pliegos tardíos de concesiones que suelen formular los sistemas en agonía. Es una trampa mediática mal intencionada, destinada a mitigar una derrota electoral inevitable.
He llamado en exceso verbal “pozoleros políticos” a quienes descuartizan sin piedad el gran proyecto de reformar al Estado. Menos merecen quienes derraman el caudal simbólico del bicentenario en la pendiente de desviaciones ratoneras. El creciente consenso a favor de una nueva Constitución, ha sido trocado en acertijo para atrapar a los aliados circunstanciales de un gobierno moribundo.
El régimen ha exhibido su pequeñez, la sociedad debiera empeñarse en mostrar su grandeza. Es hora de convocar, desde todas las organizaciones libres, estamentos oprimidos y personalidades independientes a un despertar comunitario. No hay más ámbito de esperanza que la edificación de una nueva mayoría desde la orfandad y la rabia.
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