septiembre 25, 2009

Los pobres y su cultura


Ramesh Singh
, Director de Action-Aid (ONG británica) en Viet Nám.
Los proyectos de lucha contra la pobreza en el Sur
no tienen ninguna posibilidad de prosperar si no encuentran apoyo en las culturas locales.


Los productores de leche de las colinas del Nepal occidental apenas pueden ofrecer algo más que ese alimento a sus hijos. Como viven lejos de los mercados de Katmandú, necesitan recurrir a intermediarios para poder ganar algún dinero. Hace dos años varias organizaciones no gubernamentales locales e internacionales trataron de ampliar sus posibilidades financieras. Establecieron un circuito de recolección de la leche, a lo largo de la carretera que conduce a la capital, para que los campesinos pudieran dar salida a su producción diaria, mientras que la cooperativa lechera administrada por el Estado se encargaba del reparto y la venta de la leche. Pero muy pronto aparecieron obstáculos: los encargados de la recolección rechazaron la leche de los dalits –casta de intocables a la que está prohibido tratar el agua o los alimentos de las castas superiores. Por no haber tenido en cuenta ese tabú cultural, las ong habían concebido un proyecto de erradicación de la miseria que excluía a los más pobres.
¿Qué alternativas había? ¿Aceptar la cultura local y tratar de crear un mercado paralelo para los dalits? ¿Pasar por encima de las barreras culturales? En definitiva, el proyecto se llevó a buen término gracias al apoyo de militantes favorables a los derechos humanos venidos de la capital para ejercer presión sobre las autoridades locales.

¿Cómo respetar la cultura local pero negándose a aceptar el statu quo de la pobreza? De unos diez años a esta parte, la cultura local se ha convertido en una especie de vaca sagrada para los “expertos internacionales en desarrollo”. Estos constatan que los proyectos de desarrollo “importados” fracasan a causa del factor cultural. Y el hecho de que un proyecto funcione bien en un lugar no significa que dará el mismo resultado en otras regiones. Y algunos proyectos que fracasaron parecen hoy día un disparate: por ejemplo, recomendar a las africanas que no amamanten a sus bebés, dejar de enseñar a los niños a escribir en su lengua materna, tratar de convencer a los campesinos de que realicen cultivos que sus comunidades no desean incorporar a su alimentación, etc.
Un proyecto no puede tener éxito sin la comprensión y el respeto de la cultura local. Pero no por ello hay que apartarse del objetivo perseguido: reducir la pobreza. De acuerdo con mi experiencia personal, es la cultura local la que a menudo genera la pobreza. De Gambia al Nepal, no es difícil identificar las prácticas culturales que limitan el potencial de las mujeres, de los niños o de los grupos étnicos. La cultura dominante está estructurada de tal modo que ciertos grupos o individuos permanecen al servicio de los demás. Eso perpetúa la pobreza.
El papel de una persona ajena a una comunidad no es llegar con “su” lista de “cambios necesarios”. En todas las comunidades, cualquiera que sea el grado de pobreza, hay individuos lúcidos que entienden perfectamente la dinámica cultural que está en juego y saben qué medidas pueden mejorar su situación. Quien viene del exterior debe escucharlos y prestarles apoyo.
Para introducirse en una comunidad, hay que ganar su confianza –un formidable desafío, sobre todo tratándose de los más miserables. Esas personas son “invisibles”. Nunca vendrán a saludar al forastero a la entrada de la aldea. Desconfiarán más aún si ven que alterna con los habitantes más ricos o poderosos, a quienes juzgan responsables de su pobreza.

Mucho tiempo y un mínimo de confianza
El silencio es uno de los signos más reveladores de la extrema pobreza. En una reunión pública organizada para debatir las necesidades de la comunidad, los que más hablan suelen ser los que menos ayuda necesitan. A los muy pobres les choca que alguien les pida que expongan sus reivindicaciones, o son totalmente fatalistas en cuanto a las perspectivas de que su existencia llegue a cambiar. Se necesita mucho tiempo y un mínimo de confianza para superar en parte este fatalismo.
En el distrito de Sindhupalchowk, en Nepal, donde yo trabajaba, un hombre se sintió a sus anchas para decir algo sobre su pasado al cabo de seis meses de reuniones. Este obrero agrícola había vivido en un relativo bienestar. Sus problemas habían empezado con la muerte de su padre. De acuerdo con la tradición local del grupo étnico tamang cada familia gasta sumas astronómicas en los funerales (fiesta en la aldea que dura varios días y obsequio de vestidos para todo el vecindario). El y su mujer vendieron algunos animales para cubrir los gastos. El año siguiente perdió a su madre y vendieron todo, salvo la casa.
El plan de este hombre era el siguiente: vender la leche de su única búfala y recuperar así las joyas de oro de su mujer vendidas para hacer frente al último entierro. Su hijo tendría entonces los medios para pagar los funerales de sus padres sin endeudarse. En resumen, su solución para tener una vida mejor consistía en prepararse para la muerte.

Las verdaderas causas de la miseria
Había entendido bien las causas de su miseria. Pero sus concepciones culturales iban a seguir sumiendo a los suyos en la pobreza. Nuestro papel no era aconsejarle que abandonara sus convicciones religiosas. Prosiguieron las conversaciones con los habitantes del lugar, y éstos decidieron sin demora movilizarse conjuntamente con los lamas, sus jefes religiosos, a fin de limitar la influencia de las costumbres locales.
Este enfoque basado en la participación permite apoyarse en el “capital social” de una comunidad. De Africa a Asia los más desfavorecidos han creado su sistema de asistencia mutua. El principio es el siguiente: cada hogar entrega material o dinero para un fondo común. A continuación, el grupo se reúne regularmente para facilitar ese dinero a la familia más necesitada. El desafío es aprovechar esta base solidaria para mejorar las condiciones de vida de toda la comunidad, sin conformarse con un mecanismo de protección puntual. Con el mismo enfoque podría realizarse un proyecto colectivo de explotación forestal, un programa de alfabetización o instaurar un nuevo sistema de regadío.
Para ciertos expertos, esta solidaridad arranca de la “cultura del pobre”. Quisiera creer que los pobres se preocupan más que otras personas del bienestar de los demás. Pero no lo creo. La solidaridad tiene que ver más con las necesidades materiales que con la cultura. Se tiende a dejar que la cultura oculte las verdaderas causas de la miseria. Recuerdo, por ejemplo, mi primer contacto con una comunidad de dalits en el oeste de Nepal. Me impresionaron los vínculos poderosos y complejos existentes entre esas personas. Pero no había ningún misterio: la marginación colectiva, de generación en generación, había obligado a la comunidad a replegarse en sí misma. El reto consiste ahora en reforzar la solidaridad de los dalits para forzarlos a salir de su aislamiento.

0 comentarios: