septiembre 25, 2009

La “crisis óptima” del siglo


Rubens Ricupero
, Secretario General de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD)

El crecimiento basado en la primacía del mercado no ha cumplido sus promesas. Se impone un nuevo consenso inspirado en un sistema de valores diferente.

Puede parecer paradójico unir dos términos tan contradictorios como “crisis” y “óptima”. Oí por primera vez esa expresión en boca de C. Fred Bergsten, director del Instituto de Economía Internacional de Washington. Me explicó que había pasado a ser de uso corriente y que significaba que una crisis se había tornado suficientemente grave como para obligar a los poderosos a actuar, pero sin ser aguda al punto de que toda acción fuese vana. Tal vez estemos llegando a una hora óptima: incluso los más fervientes profetas de la mundialización (los participantes en el Foro Económico Mundial de Davos, por ejemplo) empiezan a dudar de la justificación de su fe ciega en el mercado y buscan la forma de dar a sus teorías una dimensión más humana.
Al menos las crisis tienen la ventaja de servir de catalizadores para modificar nuestras percepciones. Así, la crisis de 1929 hizo vacilar las antiguas certidumbres económicas. Hoy día las señales de un nuevo vuelco se multiplican: se mira el porvenir desde el punto de vista de la mundialización, del desarrollo y de la pobreza y se plantean interrogantes de fondo. ¿Cuál es la naturaleza y el sentido de la economía? ¿Trátase de un mecanismo autónomo y autorregulado, como las galaxias o el sistema solar, o es un producto de la cultura y de la sociedad, resultante de opciones sociales inspiradas en un sistema de valores? Una vez más, el impulso hacia el cambio procede menos de un debate teórico que de la realidad, la del enorme foso que separa a los ricos de los pobres. Para ilustrarlo, basta comparar dos cifras a guisa de ejemplo: garantizar a todos los niños del mundo el acceso a la enseñanza primaria costaría 6.000 millones de dólares al año; Estados Unidos gasta anualmente 8.000 millones de dólares en cosméticos.

Este contraste grotesco, incluso odioso, muestra claramente hasta qué punto los problemas del desarrollo y de la pobreza siguen de actualidad, diez años después del “consenso de Washington” que había proclamado una “convergencia universal” en torno a un “núcleo común de principios admitidos por todos los economistas serios”. En virtud de ese consenso, se instaba a todos los Estados a buscar la estabilidad económica, es decir a equilibrar su presupuesto y a eliminar los déficits de su balanza de pagos; a abrir su economías al resto del mundo eliminando los obstáculos a la circulación de mercancías y capitales; a promover por fin el libre mercado mediante la privatización, la desregulación y otras medidas de liberalización.
El consenso de Washington, respaldado por el FMI y el Banco Mundial, constituyó así el paradigma del desarrollo desde comienzos de los años ochenta, época en la que había impuesto un cambio de rumbo: el “dirigismo” de Estado se había descartado en favor de políticas orientadas hacia el mercado. En estos últimos años el consenso de Washington ha sido cuestionado por el concepto de desarrollo humano sostenible preconizado por el PNUD, por una parte, y por el “consenso del Sur” que se está forjando entre Estados recientemente industrializados, que desean ponerse a la altura de los países ricos. Este consenso del Sur no se ha afianzado suficientemente como para incluir a las economías de Africa, agrícolas en su mayoría, y a los países menos adelantados. Surge, sin embargo, de la convergencia cada vez mayor entre la experiencia latinoamericana y los modelos asiáticos de desarrollo.

Superar viejas antinomias
El enfoque del desarrollo sostenible adopta un sistema de valores diferente del que inspira el consenso de Washington. El eje de este último es el crecimiento del pib, y lo imponen desde arriba expertos extranjeros, a través de condiciones fijadas por los organismos internacionales para conceder su ayuda. En cambio, según el concepto del PNUD, el desarrollo debe apuntar a mejorar la calidad de vida de los individuos, apoyarse en la participación de los interesados y en una asociación más igualitaria entre los países en desarrollo y los que otorgan la ayuda.
De hecho, el consenso de Washington estalló en mil pedazos desde que aparecieron serias divergencias entre el FMI y el Banco Mundial en cuanto a las causas de la crisis asiática y los medios más adecuados para hacerle frente. El Economista Jefe del Banco, Joseph Stiglitz, fue partidario de un “consenso post-Washington” con metas más ambiciosas (elevación del nivel de vida, desarrollo equitativo, sostenible y democrático), que exigiría el empleo de una amplia gama de instrumentos para corregir las insuficiencias del mercado, estimular la competencia y controlar las corrientes de capital a corto plazo.
Tal vez sea prematuro preparar el certificado de defunción del consenso de Washington, pese a las críticas de Joseph Stiglitz, a la labor de la UNCTAD en favor de una “perspectiva del Sur” o al renovado interés por erradicar la pobreza observado después de la Cumbre de Copenhague sobre Desarrollo Social de 1995. El nuevo consenso se consolidará a partir de alternativas “viables”, a saber los modelos asiáticos y sus convergencias con la experiencia latinoamericana. Deberá incluir también a Africa y a los países menos adelantados. Pero numerosos obstáculos se oponen aún a la emergencia de un consenso general capaz de superar, conciliando sus términos, las viejas antinomias ideológicas: mercado contra Estado, estabilidad de precios contra crecimiento económico, acumulación de capital contra redistribución de ingresos, competencia e integración total en la economía mundial contra industrialización nacional y consolidación de una base productiva local fuerte.
No será fácil concebir estrategias de desarrollo a largo plazo en un mundo en el que las corrientes financieras se han tornado globales y en el que los embates especulativos y la fragilidad de los mercados pueden aniquilar en pocas semanas treinta años de crecimiento económico y de reducción de la miseria, como demuestra el caso reciente de Indonesia. Es en este punto donde los problemas del desarrollo y de la pobreza tropiezan con el desafío de la mundialización. Desde la caída del Muro de Berlín, en 1989, se vio en ésta un medio seguro
para acelerar el crecimiento y garantizar la prosperidad general. Es forzoso reconocer que en diez años no ha cumplido sus promesas. El crecimiento económico de los años noventa fue no sólo muy inferior a las tasas excepcionales de los treinta años gloriosos de la postguerra, sino también decepcionante respecto de los difíciles años setenta. Y, lo que es peor, llegamos al 2000 sin ninguna solución frente a la agravación de las dos rémoras más serias del siglo XX: la desocupación masiva y la acentuación de las desigualdades dentro de las naciones o entre ellas.
El concepto de mundialización peca por estrechez. Empobrece un fenómeno complejo reduciéndolo a uno de sus componentes: la unificación económica de los mercados de bienes, de servicios y de capitales a escala planetaria. Se oculta así la diversidad y la riqueza de un proceso histórico con una marcada dimensión cultural. La mundialización nació de los progresos espectaculares en el plano de la electrónica y las telecomunicaciones —primera revolución científica que modificó nuestra percepción del tiempo y del espacio, mientras que las precedentes tenían que ver esencialmente con la energía y la materia. Puede entonces favorecer la interacción humana y el intercambio de conocimientos. Pero los grandes progresos científicos y tecnológicos no garantizan que se hará buen uso de ellos, que servirán no para dominar a los hombres sino para liberarlos y ayudarlos. Gracias a la revolución científica de Galileo y de Newton, Occidente logró una superioridad tecnológica que permitió la colonización y el imperialismo.
La situación actual es más crucial, por sus promesas y por sus amenazas. Nunca hasta hoy el saber había sido el requisito mismo del desarrollo. Abandonamos un sistema económico en el que el éxito descansaba en el capital, la mano de obra barata o la abundancia de recursos para dirigirnos hacia una economía del saber. El monopolio de la información o de la tecnología podría convertirse fácilmente en un arma aterradora de dominio y de opresión, que son el origen de las desigualdades.
Recién empezamos a entender los principios fundamentales de esta nueva economía de la información. Antes se postulaba que el costo de la información era inexistente o insignificante. Ahora sabemos que tiene un costo real y que éste puede determinar el fracaso o el éxito económicos. Sin acceso a la información no habrá acceso a los mercados. Y los mercados no siempre serán la mejor solución: son en realidad sistemas imperfectos de tratamiento y transmisión de la información. Las empresas y los actores económicos, los particulares y los gobiernos deben ir a buscar la información y algunos lo lograrán mejor que otros. Los que cuenten con un buen nivel de instrucción ganarán la partida en un mundo sumamente competitivo. ¿Qué ocurrirá con las legiones de perdedores de la competencia mundial, trabajadores no calificados de los países ricos o Estados y continentes dejados al margen, como Africa? Para ayudarlos, habrá que redefinir la competencia: un juego que requiere reglas claras y un árbitro imparcial como la Organización Mundial del Comercio, pero que exige, también, como todos los juegos, aprendizaje, preparación y entrenamiento. Los países tienen pues que aprender a producir, a comerciar y a competir. La competencia entre individuos o países sólo será equitativa si los Estados y las organizaciones internacionales se esfuerzan por promover el desarrollo como una formación permanente capaz de poner la información y el saber al alcance de todos, en pie de igualdad.

Buscar un nuevo equilibrio
E incluso si llegamos a ese resultado, nada garantiza que habrá una repartición justa y equilibrada de las riquezas entre todas las categorías de ciudadanos. El crecimiento económico acelerado es sin duda un requisito indispensable para reducir rápidamente la pobreza. Así ha quedado demostrado en China y en los países asiáticos. Pero no es una condición suficiente, como prueban algunos ejemplos latinoamericanos de extrema concentración de la riqueza y los ingresos, e incluso las desigualdades que subsisten en muchas sociedades industrializadas. Aún no sabemos suficiente sobre los medios de equilibrar crecimiento y redistribución, o de recompensar la iniciativa preservando a la vez una relativa igualdad.
Desarrollo, pobreza, mundialización: sólo resolveremos esos problemas volviendo a la concepción inicial de la “economía política”, una filosofía moral que enseñaba Adam Smith. A saber, la economía como producto de la “polis”, la ciudad de los seres humanos. La economía no es una suerte de sistema solar cuyas leyes no podríamos cambiar, es el resultado de opciones sociales basadas en valores compartidos. El primero de esos valores es que la economía fue creada para el hombre y no el hombre para la economía. Es la única manera de fomentar realmente la esperanza y la fe en un futuro mejor.

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