abril 14, 2009

México: El ágora menesteroso

martes 14 de abril de 2009

Laura M. López Murillo (especial para ARGENPRESS.info)

En algún lugar del ágora, donde alguna vez concurrieron todos los ciudadanos, se erigieron los muros autoritarios que destruyeron el consenso social; desde entonces, impera un nefasto silencio porque la voz de la ciudadanía se recluyó en el menester de la apatía…

Alguna vez, en los albores de la democracia, la plaza pública en las ciudades griegas constituyó el centro de la vida administrativa, religiosa y comercial: los ciudadanos se reunían en el ágora, y ahí, al concertar las voces de los concurrentes, se construía el porvenir social. Sin embargo, la quintaesencia de lo idílico es sumamente frágil y tiende a evaporarse fácilmente. La condición humana, en forma de praxis, siempre tergiversa los ideales teóricos.


Así surgió el concepto del “estado” como la corporización de una forma moderna de dominación, que establece la diferencia entre el soberano y la población a él sometida, adjudicando al estado el monopolio de la fuerza y a la sociedad el monopolio de la generación de la riqueza. Esta dicotomía subsiste y se actualiza por los vaivenes en la tensión entre el poder político y el poder económico.

Esta concepción destruyó el ágora, como concepto y como espacio, porque el titular del monopolio de la fuerza ejerce sus atribuciones al legislar, imponiendo reglas y tributos en un recinto de acceso restringido, muy alejado de la plaza y de la opinión públicas. Cuando se erigió la distancia entre los gobernantes y los gobernados, también se trazó la tenue frontera que separa a las hegemonías de las tiranías.

La Revolución Institucionalizada, y ahora el Panismo Rampante, ascendieron al poder gracias a su compactación como una hegemonía que desplegó las estrategias necesarias para obtener el consenso social para su dominio. Y en ambos casos, en cuanto esas hegemonías alcanzaron el poder político se inició un proceso irreversible, inexorable, hacia el control absoluto, hacia la tiranía.

Porque la diferencia entre una democracia y una tiranía reside en el espacio público, en el ágora donde se encuentran las voces de los gobernantes y gobernados. En una democracia los ciudadanos participan en la construcción del consenso social y del porvenir de la nación; en una tiranía se esgrimen todos los artificios fabricados por el estado para imponer su voluntad sin considerar a la ciudadanía. En la democracia, el espacio público es el recinto del bien común; en la tiranía, el ámbito legislativo es el recinto de los privilegios políticos.

En el Priato, en la alternancia en el poder y en el Panismo Institucionalizado se ha dilapidado la plaza pública, se ha destruido sistemáticamente el espacio abierto de la sociedad civil donde debiera discutirse el futuro, la forma de organización y la búsqueda de los caminos más adecuados para lograr el bien común.

En las ruinas del espacio público, en un ágora sin quórum ni consensos, la formación de la opinión pública es un proceso mediático en el que intervienen especialistas y expertos. La ciudadanía rara vez tiene acceso al discurso público.

Y estas son las circunstancias idóneas para la imposición, recientemente actualizadas en el calderonismo.

La incompetencia, ineficiencia e impericia del gabinete económico de Felipe Calderón se materializaron en un pésimo manejo de la crisis y sus efectos: para revertir el declive de la recaudación fiscal y de la renta petrolera, se incrementó la carga tributaria violando los principios jurídicos esenciales de justicia, equidad y proporcionalidad. Como secuela lógica de esa imposición se presentaron 35,000 demandas contra el Impuesto Empresarial a Tasa Única en el 2008, cuando la Ley de Ingresos de la Federación contempló que la recaudación por el IETU sería del orden de 70 mil millones de pesos.

Otra manifestación de la distancia entre el recinto del ejecutivo y la plaza pública y la indiferencia lacerante hacia la ciudadanía y el destino de la nación es la decisión de Felipe Calderón, a nombre de todos los mexicanos, de solicitar fondos en los mercados internacionales y expandir la deuda pública.

Y otra más: para eludir la devolución de impuestos impugnados en la Cámara de Diputados se aprobó por una aplastante mayoría de 335 votos, la reforma al artículo 107 de la Constitución que establece que el derecho del amparo contra el fisco sólo podrá ser colectivo, y que elimina la devolución del impuesto pugnado aún cuando el contribuyente ganase el juicio de amparo.

El monto de los impuestos impugnados y devueltos al contribuyente es la cuantificación de las imposiciones absurdas de tributos al margen de la ley, es el costo de la histeria oficial al implantar medidas descabelladas para subsanar la ineficiencia de la administración pública. La devolución de los impuestos es un rubro de gran magnitud y de alto impacto en el presupuesto federal: del 2000 al 206 el fisco devolvió algo así como 47,000 millones de pesos, por eso, cuando se presentó la iniciativa para reformar la ley del amparo fiscal, los diputados lograron el consenso por unanimidad.

La incursión en los senderos de la tiranía no es exclusiva y la imposición de tributos suele ser una canonjía de regímenes absolutistas; la aberración tributaria que hoy nos aqueja guarda una semejanza asombrosa con los impuestos en el régimen de su Alteza Serenísima y obedecen al mismo propósito. El Impuesto Empresarial a Tasa Única, y el Impuesto a Depósitos en Efectivo tienen las mismas características de aquel Impuesto a los Perros, a Puertas y Ventanas del gobierno de Antonio López de Santa Ana.

En aquel entonces y ahora, la opinión pública y la participación ciudadana se excluyeron del recinto legislativo donde unos cuantos deciden el futuro del país, rodeados de un nefasto silencio porque la voz de la ciudadanía se recluyó en el menester de la apatía…

Laura M. López Murillo es Lic. en Contaduría por la UNAM. Con Maestría en Estudios Humanísticos Especializada en Literatura en el Itesm.

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