septiembre 08, 2009

Democracia directa y democracia de partidos: una propuesta de reforma

Luis Miguel González de la Garza
Comunicación defendida en los
XIII Encuentros de Filosofía (Gijón, julio 2008)


Las constituciones de posguerra no fueron conscientemente diseñadas para dar cauce y expresión jurídica apropiada al fenómeno de los partidos políticos, reconocidos, sí, en diversas constituciones como la española de 1978, pero cuyo entramado institucional formal está organizado y diseñado realmente para limitar un poder de naturaleza, fundamentalmente monárquica, otrora estabilizado y controlado jurídicamente. Los partidos políticos, provenientes de la sociedad civil penetran en las instituciones del Estado a través de la Constitución y desbordan todos los mecanismos de separación de poderes, sin que exista en la actualidad limitación técnica operativa a tal situación de facto. La única posibilidad, a nuestro juicio, de resolver ésta situación tan indeseable, es rediseñar un nuevo entramado institucional. Para ello es necesario identificar correctamente el problema teórico de la esencia de los partidos políticos y de la representación para, posteriormente y, en un futuro, idear y establecer instituciones jurídicas capaces de articular adecuadamente su control en el marco constitucional; para lo que proponemos, inicialmente al menos, tres técnicas de limitación de su poder previas a los ulteriores desarrollos que puedan allanar ese largo camino de reformas al que está llamada necesariamente la Teoría General de la Constitución

La fuerza mitológica que evoca la expresión «democracia» entre quienes reciben el término en su sentido más popular y menos técnico, ha venido con el tiempo a constituirse, por accesión, en un compendio poco definido y nebuloso que pretende dar forma –en general– a la participación de los ciudadanos en el poder político de nuestros actuales regímenes de gobernanza estatal, autonómica y local. Sin embargo y, como recuerda Böckenforde{1}, hay que precisar que la democracia responde a la pregunta de quién es el portador y el titular del poder que ejerce el dominio estatal, no a la de cuál es su contenido; y, por lo tanto, se refiere a la formación, a la legitimación y al control de los órganos que ejercen el poder organizado del Estado y que llevan a cabo las tareas encomendadas a este; es así, un principio configurar de carácter orgánico formal.



Es el grado de participación y la naturaleza jurídica de la mism= a, la que marca la gran división entre: democracia directa y democracia representativa como método de la adopción de decisiones jurídicamente vinculantes, siendo ambos modelos realmente antitéticos ya que, como advirtiera Manuel García Pelayo{2}, la democracia es una unidad entre el sujeto y el objeto del poder político. La pura democracia –la democracia directa– ahonda en esta unidad hasta transformarla en identidad; por consiguiente, dentro de ella no ha lugar para la representación. Tanto se ha escrito sobre ambos modelos que resulta imposible, en tan breve espacio, trazar una semblanza que aporte algo novedoso y útil a lo ya dicho por tantos y tan destacados comentaristas. A nuestro parecer, creemos, es más interesante dedicar el tiempo del que disponemos a determinar qué falla en los modelos de democracia representativa, y la respuesta inmediata y grosera en su falta de detalle es: la ausencia de participación jurídicamente efectiva de la ciudadanía en la inmensa mayoría de las decisiones relevantes de la comunidad política.

La participación ciudadana queda excluida del circuito de decisión jurídica en los modelos de democracia representativa en los que, una vez, cada cuatro años se ostenta la facultad de seleccionar grupos de candidatos que serán los que verdaderamente desempeñarán la tarea jurídica de tomar decisiones vinculantes para la comunidad, a través de la institución parlamentaria. En efecto, si un ciudadano vota una vez cada cuatro años (en unas elecciones generales), estimando la duración de la vida en 80 años (hombres y mujeres) y suponiendo que la edad de votación se inicia a partir de los 18 años de edad, tal ciudadano elector votará en 15 elecciones generales a lo largo de toda su vida –siempre que no opte por la abstención–. Suponiendo una media de 5 minutos por elección (tiempo de realización de los actos de identificación ante la Mesa electoral y depósito del voto en la urna), dedicaremos en toda nuestra vida 1 hora y 15 minutos a la participación democrática jurídicamente relevante. Algún comentarista pondrá el grito en el cielo señalando que qué sucede con las elecciones municipales, autonómicas y europeas: tiene razón la participación asciende, en total, a 5 horas en toda una vida. Si esto es verdaderamente todo el logro de la participación democrática, no existen razones para mostrar satisfacción por tan exiguo triunfo de los modernos estados apellidados «democráticos». Naturalmente, durante esos gloriosos 300 minutos no se produce ninguna decisión técnicamente vinculante; tan sólo se designa a aquellos a quienes podrán –esos sí– realmente adoptarlas.

Si esos candidatos fuesen jurídicamente responsables ante los electores de cada distrito (lo que impide la prohibición del mandato imperativo y la lógica del sufragio secreto) mediante el instituto de la revocación del mandato o recall{3} y, a su vez, no estuviesen encuadrados rígidamente en estructuras asociativas privadas revestidas de funciones públicas: los partidos políticos (mediante el uso de listas de candidatos abiertas y no bloqueadas) se intensificaría –probablemente– la exigencia de «responsabilidad» sobre los mismos, debilitándose simétricamente la influencia –hoy absoluta– de los partidos políticos sobre la selección y designación de tales candidatos.

Los partidos políticos, han diseñado una estructura de funcionamiento autónoma de la sociedad, de la que tan sólo se sirven periódicamente para legitimar jurídicamente su acceso a las instituciones estatales, una vez en ellas se ven completamente libres de adoptar las decisiones que haga operativa la relación aritmética de mayorías y minorías que sean producto del proceso electoral y la responsabilidad por su actividad queda relegada a la denominada responsabilidad política, que en sus términos más generales significa que no existe responsabilidad. Tan sólo la responsabilidad jurídica es responsabilidad y ésta –a salvo modulaciones muy restringidas de naturaleza penal– es inexistente en el sistema representativo Español{4}.

Podemos ejemplificar lo anterior con el «terremoto demográfico» que vivimos actualmente en toda Europa y con singular magnitud en España. ¿Los ciudadanos españoles, han tenido la oportunidad de debatir públicamente, reflexionar ampliamente y determinar jurídicamente el acceso indiscriminado de extranjeros al territorio nacional? ¿Ha existido un debate profundo de las razones por las que en España la demografía ha caído de forma que las tasas de reposición poblacional no cubren las tasas de envejecimiento y decesos? Sabemos que esos debates no han existido con la intensidad y prioridad que un tema de tal magnitud representaría en un hipotético pueblo preocupado por conocer las causas de sus propios procesos internos de supervivencia; sin embargo, poca o ninguna duda cabe de que se ha permitido y fomentado subrepciticiamente tal asimilación migratoria por los gobernantes, como si de una fuerza irresistible de la naturaleza se tratase y sin un consentimiento popular explícito, fundado en una voluntad jurídicamente manifestada por los ciudadanos. Tan sólo es posible registrar desde las instituciones informales sociales algunos ecos, que no son intencionalmente recogidos o lo son muy marginalmente por los circuitos de formación de opinión pública institucionalizados.

Lo que queremos señalar, es que, con la misma facilidad que un Gobierno con la mayoría parlamentaria suficiente puede embarcar al Estado en una guerra absurda y extenuante, puede cambiar igualmente, si así se lo propone, la estructura demográfica de la Nación introduciendo sin límite nuevas poblaciones en su seno. Ambos ejemplos y, sobre todo, la incapacidad jurídica manifiesta de poder, en ambos casos, oponerse vinculantemente a tales situaciones, diferentes obviamente, pero significativas por lo que tienen de procesos prácticamente irreversibles, son la demostración palmaria de que los modelos de democracia representativa desapoderan de un modo prácticamente absoluto a los ciudadanos incapaces de articular una respuesta a lo que los verdaderos detentadores del poder jurídico estiman apropiado y conveniente a sus intereses políticos, nacionales e internacionales.

Los ciudadanos en tales tipos de régimen político-jurídico carecen, prácticamente, de toda capacidad de acción sobre los intereses fundamentales de los partidos políticos: lo que se podría denominar sus intereses medulares o inelásticos. Se objetará a lo anterior que los circuitos de opinión pública tienen una capacidad de influencia elevada sobre los Gobiernos, probablemente eso sea así en las áreas de interés negociable de las organizaciones políticas, no olvidando que los medios de comunicación, como industrias ideológicas que actualmente son, sirven a intereses económicos distintos del interés general, sus lógicas operativas como señaló Luhmann{5} –aún cuando sus precedentes pueden encontrarse en Thomas More, James Harrington o Lorenz von Stein– se dirigen a objetivos fundamentalmente crematísticos{6}, en muchas ocasiones, al servicio precisamente de los grupos y organizaciones políticas, luego, en su agenda selectiva no aparecerán, verosímilmente, todos aquellos asuntos que no sean del interés de sus líneas de actuación empresarial; es decir, la política informativa, así como la industria informativa forma parte de la estructura institucional característica de los modelos de democracia representativa, conformando los formatos ideológicos, de entre las diversas formas de actuación a su alcance, y excluyendo de su círculo de interés –de su agenda– los temas, en la mayoría de los casos extraordinariamente relevantes que no interesan a las élites políticas. Lo que no significa, que novedosos instrumentos de comunicación y participación política pública informal que se basan en las tecnologías que representa Internet, sean capaces de articular progresivamente alternativas serias al poder oligopólico que representan los medios de comunicación de masas institucionales.

Si experimentalmente pudiésemos ensayar en el laboratorio de las ideas un modelo basado en la democracia directa, podríamos observar un «mundo» de instituciones completamente distinto del que podemos en el presente observar, sin que ello afectara, necesariamente, a la propiedad privada, argumento típico del temor oligárquico hacia tales regímenes, si una estructura de derechos fundamentales limita, como realmente lo hace, los posibles excesos que siempre se han temido en tales modelos.

La democracia representativa conduce, necesariamente, a la oligarquía de partidos como señalaran acertadamente Michels{7}, Duverguer{8}, Zippelius{9} &c., es, por así expresarnos, una consecuencia natural y, en tanto ello sea así, los ciudadanos habrán de conformarse a los intereses de sus gobernantes; en sentido pues jurídico no cabe sino admitir que la institución de la representación política supone la alienación de la voluntad de los representados por los representantes, circunstancia que, como justamente advirtiera Kelsen{10}, no es otra cosa que una ficción, cuyo origen y objeto histórico quedo superado (el nacimiento del parlamentarismo moderno, distinto de las antiguas asambleas estamentales), pero cuya virtualidad liberalizadora de las oligarquías gobernantes ha mantenido en su transmisión legal el efecto protector buscado por las mismas, de ahí las palabras de Karl Loewenstein{11} cuando sostuviera que la invención o descubrimiento de la técnica de la representación ha sido tan decisiva para el desarrollo político de Occidente y del mundo como ha sido para el desarrollo técnico de la humanidad la invención del vapor, la electricidad, el motor de explosión o la fuerza atómica. Democracias representativas las tenemos por toda Europa y en los Estados Unidos, amén de ser un método de organización social ampliamente extendido por la superficie del globo terráqueo, funcionando mejor o peor en función de un amplio conjunto de variables, que hay que considerar cuidadosamente.

Probablemente sea estéril, y tal vez aún indeseable, proponer modelos de democracia directa dada la naturaleza del ser humano, como ya advirtiera Rousseau{12} «si existiera un pueblo de dioses estaría gobernado democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres» si bien, en el marco institucional de la democracia representativa no están, posiblemente, agotadas todas sus virtualidades y posibilidades si, de algún modo, existe la voluntad de reformar las mismas.

En el sentido anterior tal vez sea la «responsabilidad» uno de los mecanismos que deben ser redefinidos con más energía y urgencia. En tanto la «responsabilidad jurídica» sea mejor definida y se articule mediante instrumentos institucionales novedosos e imaginativos, los márgenes de autonomía, libertad y arbitrariedad de la política quedarán mejor vinculados por el derecho. El Derecho Constitucional fue en sus orígenes un importante esfuerzo por someter a control jurídico el omnímodo poder político monárquico y su arbitrariedad, aquel esfuerzo tuvo grandes y positivos resultados para asegurar la libertad, igualdad, seguridad y justicia de los ciudadanos, sin embargo, hoy se padecen las tensiones de monarquías asociativas electivas en cuyo vértice un Secretario General o un Presidente de Partido, corporeizan el espíritu de aquel monarca decimonónico transformando su voluntad personal por medio de una ideología asociada a un líder carismático en veleidades tan personales y, a menudo, tan funestas como las del monarca de antaño, si bien, el mecanismo institucional de recepción de tales organizaciones: la Constitución, responde en su diseño organizacional al control de aquél poder histórico absolutista y, en muy escasa medida, a dar cauce y expresión jurídica –controlar– la desbordante fuerza expansiva de los partidos políticos que han conquistado sin oposición alguna toda la maquinaria gubernamental{13}, circunstancia que advirtiera señaladamente Triepel{14}, y con absoluta y magistral precisión el injustamente denostado Carl Schmitt{15}.

Nuevas constituciones habrán de venir a resolver el problema enunciado, constituciones que desplieguen nuevos métodos de control de los partidos políticos. Probablemente sea cierto que un freno efectivo del poder de los partidos ha sido, y todavía lo es, la carta de derechos fundamentales, pero posiblemente lo haya sido debido a dos factores: 1) su carácter de garantías de la libertad de los ciudadanos (expresándonos en términos muy generales) y su 2) su adecuación a la Constitución en su regulación efectuada por una institución jurídica especial como el Tribunal Constitucional, si bien, éste último empieza en España a sufrir un descredito en la medida que aborda temas sensibles a los partidos de Gobierno. Sin perjuicio de reformar el modo y forma de proveer los magistrados de tan relevante institución, en la que el azar podría jugar un papel en la selección de un amplio conjunto de cualificados expertos juristas con más de 20 años de ejercicio profesional y que no pertenezca a ninguna organización política; lo cierto es que, en la actualidad, y como el resto de la maquinaria del Estado ha sido perfectamente asimilada por la imparable y desbordante capacidad de los partidos políticos para situar a sus miembros –con sus rígidas lealtades ideológicas– en todos los órganos del Estado; ya no es el bien público o el interés general, sino el interés del partido, el principio rector supremo de toda la acción política, a la que no estorba la institución u órgano en el que administrativamente se encuentre adscrito formalmente el miembro del partido, es la lealtad con el partido que le ha designado la que determina efectivamente la línea de su conducta política. No existe, en la actualidad, sino una concentración de poder en favor de los partidos que generan una densa y eficiente red de intereses sectarios que monopolizan todas las instituciones y funciones del Estado. Así lo vio singularmente Duverguer{16}, para quien la disciplina de los miembros del partido aumenta, al mismo tiempo, por estos medios materiales y por un esfuerzo mayor todavía de propaganda y de persuasión, que los lleva a venerar al partido y a sus jefes y a creer en su infalibilidad: el espíritu crítico se retira, en provecho del espíritu de adoración. Los parlamentarios mismos están sometidos a esta obediencia que los transforma en máquinas de votar, conducidas por los líderes del partido. Se llega así a esos organismos cerrados, disciplinados y mecanizados, a esos partidos monolíticos, cuya estructura se parece exteriormente a la de un ejército; pero los medios de organización son infinitamente más flexibles y más eficaces, descansando en un adiestramiento de las almas, más que de los cuerpos. El dominio sobre el hombre se profundiza: los partidos se convierten en totalitarios. Requieren de sus miembros una adhesión más íntima; constituyen sistemas completos y cerrados de explicación del mundo. El ardor, la fe, el entusiasmo y la intolerancia reinan en estas Iglesias de los tiempos modernos. Con ésta organización humana –añadimos nosotros– se ocupan todos los órganos e instituciones del moderno Estado constitucional.

De lo expuesto se desprende, necesariamente, que no existe en la actualidad aquella imprescindible separación de poderes, sin la cual y, conjuntamente, con la garantía de los derechos, se consideraba en el artículo XVI{17} de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, que una sociedad carecía de Constitución.

En éste preciso sentido, señala con rigor Dieter Grimm{18}, que es justamente la separación de poderes, esencial al Estado constitucional, la que es esquivada por los partidos políticos, puesto que como instancias de elección de personal para todos los niveles y funciones estatales, consiguen influencia también sobre aquellas posiciones sustraídas a la competencia de los partidos para que (como la Administración) sirvan lealmente a los gobiernos cambiantes de los partidos o (como es el caso de la Justicia y los medios) ejerzan funciones de control sobre el proceso político básicamente partidista o (como las empresas públicas) puedan orientarse más por criterios de mantenimiento del poder que de eficacia. Pero, ante todo, los partidos rebasan los límites jurídico-constitucionalmente trazados porque atraen la toma de decisión estatal a su esfera, haciéndose valer en los órganos por medio de sus representantes. Los partidos políticos siempre han realizado así su tarea, antes de que pudiera intervenir la división jurídico-constitucional de poderes: lejos de entrar en conflicto con los poderes estatales independientes, cooperan consigo mismo en diferentes papeles. El derecho constitucional se encuentra en gran parte impotente frente a esta evolución. Su posibilidad de regular las estructuras de input para los órganos y los procedimientos estatales queda forzosamente limitada en un sistema democrático, que depende de la sociedad y permanece abierto a ésta, mientras las exigencias jurídico-constitucionales dirigidas a los partidos políticos, como la democracia interna o la accesibilidad al público de sus finanzas, no consiguen penetrar en el problema de la división de poderes.

En la actualidad, los derechos liberales clásicos se encuentran relativamente bien asegurados, en tanto en cuanto se garantice y respete jurídicamente aquél propósito fundamental que las Declaraciones de Derechos están llamadas a realizar y que, como señalara el juez Robert Jackson, citado por Stephen Holmes{19}, fue retirar ciertos temas de las vicisitudes de la controversia política para colocarlos fuera del alcance de mayorías y funcionarios y establecerlos como principios jurídicos que serían aplicados por los tribunales, derechos, en suma que no dependen del resultado de las elecciones, como lo son, en mayor medida los derechos sociales. Pero la separación de poderes ha sido desmantelada casi por completo merced a la acción de los partidos políticos, como acabamos de considerar con Grimm, tan sólo quedan residuos de separación, en la institución del jurado popular, figura tan injustamente atacada como, simultáneamente, verdadera escuela de democracia participativa (mucho más en la esfera de enjuiciamiento civil, que en la penal), como argumentara con todo acierto Tocqueville{20}; y la institución de la participación ciudadana, que aún se conserva en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, al hacer descansar todo el proceso jurídicamente esencial de la contabilización y control del sufragio en el cuerpo más extenso y periódicamente discontinuo de control del proceso de sufragio que es desempeñado por ciudadanos legos elegidos al azar.

El sistema representativo, campo de operaciones de la acción de los partidos políticos, ha orillado cualquier manifestación jurídicamente relevante de democracia directa. Los mecanismos formalmente existentes, han sido desarrollados normativamente de forma restrictiva y cicatera. La iniciativa legislativa popular y , en su caso, el sedicente derecho de petición, residuo arcaico de una especie de suplica de gracia dieciochesca cuyo sentido podría buscarse en el absolutismo, es por completo disonante y disfuncional en un Estado de derecho donde es únicamente la justicia, y no el favor del Príncipe la que debe resolver cualquier satisfacción subjetiva de tutela judicial efectiva; teniendo ambas instituciones más un sentido decorativo que jurídicamente operativo ya que su efectividad depende por completo de la voluntad de los partidos políticos con representación parlamentaria, ninguna iniciativa legislativa que estos no se deseen apoyar tiene la más mínima posibilidad de prosperar.

Lo anterior no exige prestar conformidad a la insuficiencia del desarrollo institucional instaurado por nuestra vigente Constitución, con análogas limitaciones, el Derecho constitucional comparado observa semejantes fórmulas institucionales, conscientemente «mutiladas», bien por las materias sobre las que pueden versar, bien sobre las condiciones de admisibilidad, bien, finalmente por la forma jurídica en la que la decisión será adoptada o rechazada por los administradores reales del poder político: los partidos políticos.

Como señalamos más arriba, las constituciones actualmente en vigor no han sido conscientemente pensadas y desarrolladas institucionalmente para administrar y limitar apropiadamente el poder real de los partidos políticos, esa es la razón, finalmente, de que se carezca de fórmulas institucionales eficientes de separación de poderes en la era de la democracia de partidos, manejándose expresiones suaves como: colaboración de poderes o funciones, &c., que en verdad encubren la realidad de la «confusión de poderes o de funciones» dado que los partidos han logrado ocupar de facto todas las instituciones y existe –en el marco de las mayorías y coaliciones apropiadas– una identidad de poder político partidista que refleja, en el entramado institucional del Estado, las proporciones adjudicadas en virtud de los pactos de reparto que se producen tras los comicios.

Para hacer frente a tal estado de cosas, tan sólo la reforma institucional es la herramienta apropiada, si bien, es ingenuo pensar que los máximos beneficiarios de un estado como el creado se decidirán en ningún sentido a modificarlo. Tan sólo situaciones extraordinarias son capaces de reordenar la arquitectura institucional del Estado y ellas no se dan sino en momentos históricos revolucionarios o grandes crisis.

Existe un temor, advirtamos que justificado, a reformar las constituciones, más porque el equilibrio del poder político territorial pueda perjudicar o beneficiar a unos partidos en perjuicio de otros, que por aspectos relevantes para la salud, buen funcionamiento y bienestar del Estado, por ello, precisamente los constituyentes encarecen tanto los procesos de reforma, exigiendo mayorías extraordinarias y prohibiendo las reformas en momentos de crisis; es más probable que la constitución mute a través tanto de la interpretación jurídico constitucional formal efectuada por el TC, como a través de la acción o inacción de los partidos políticos en la interpretación informal o lata que hacen de la misma en su actividad política –en el sentido propuesto por Peter Häberle{21}– cuyo producto será una práctica, que podría ser enjuiciada por el TC, pero tácitamente podría no serlo si a ello se oponen quienes se benefician de los efectos buscados y, a su vez, serían los únicos que podrían competencialmente someterla a enjuiciamiento.

Nosotros proponemos tres tipos de reformas que consideramos podrían sujetar la acción de los partidos políticos, no son desde luego, ni lo pretenden, más que piezas de un mecano jurídico que en un futuro otros autores habrán de encajar y completar en el marco de una reforma constitucional de gran alcance y que tal vez muchos de los que puedan leer estas páginas no veremos, pero si el diagnóstico es correcto el trabajo está en sus principios teóricos bien definido: se tratará de someter a control jurídico el poder de los partidos políticos, lo que exige disponer de un nuevo instrumental institucional.

No parece razonable, en primer lugar, que la falta de apoyo popular en lo que se refiere a la participación en los comicios pueda beneficiar a los detentadores del poder, con independencia del grado de la misma. Probablemente toda participación inferior al 60% del censo electoral, habría de penalizarse con el acceso a una legislatura de 3 años de duración del mandato parlamentario. Las participaciones superiores podrían beneficiarse de un mandato de 4 años. Si los partidos que presentan sus programas y candidaturas no encuentran el apoyo popular normativamente necesario significa que carecen de la capacidad de satisfacer las necesidades de quienes se abstienen. La abstención tiene que tener, en éste sentido, un valor jurídico unificado no una admonición moral indefinida, lo que parece, en nuestra opinión, consistente con la idea de que los parlamentos deben traducir una imagen fiel de la opinión y voluntad ciudadanas, y no hay razón técnica alguna para obviar jurídicamente el grado cuantitativo en el que se produce tal manifestación política.

Los debates sobre el Estado de la Nación de periodicidad anual, deberían de constituir un examen real y efectivo de la acción de Gobierno, enjuiciable por la Nación de forma jurídicamente vinculante. Con las garantías y condiciones técnicas apropiadas se podría aprobar o desaprobar la acción del Gobierno, pero, para que tal reprobación fuese jurídicamente efectiva, la misma debería ir acompañada por una deducción del periodo de mandato parlamentario, cifrándose tal reducción en un mes de pérdida de mandato. Lógicamente los cuatros debates del Estado de la nación penalizarían como máximo la acción de Gobierno y de mandato parlamentario general en 4 meses si todos los debates fueran reprobados.

Por último, no es razonable que las sentencias de inconstitucionalidad contras Leyes, consistan, tan sólo en la expulsión del ordenamiento de la Ley inconstitucional sometida a enjuiciamiento. La responsabilidad jurídica del Gobierno debería anudarse a tal inconstitucionalidad y, en el caso de producirse, deducir del mandato parlamentario 15 días de mandato por cada inconstitucionalidad, con un máximo de 2 meses (4 Leyes inconstitucionales) por mandato. Es inconcebible que una norma jurídica con rango de ley declarada inconstitucional carezca de consecuencias jurídicas para quienes la han propuesto, defendido y desarrollado. En el siglo V A.C., una proposición ilegal, aun habiendo sido aprobada por la asamblea (o Boulé, en Atenas) y que contraviniera la ley existente o que hubiera sido aprobada por un procedimiento irregular, se podía bloquear mediante una acusación de proposición ilegal o graphé paranomón, acusación, que como recuerda Hansen{22}, podía presentarla cualquier ciudadano en cualquier momento, no se atribuía pues tal facultad al Gobierno, ni a un concreto número de diputados o senadores, sino que quedaba al arbitrio del celo, responsabilidad e iniciativa de los ciudadanos atenienses; caso de prosperar la acusación, el declarado culpable podía perder sus derechos cívicos y sufrir una fuerte multa. En el sentido considerado, nuestra evolución jurídica ha sido poco edificante, y el castigo de transgresiones tan graves como el de una ley inconstitucional, no es incompatible con la exigencia de la responsabilidad hoy inexistente, teniendo en cuenta que una ley inconstitucional no recurrida podría afectar irreversiblemente al ordenamiento jurídico constitucional de forma indefinida, hasta que tal norma fuese recurrida, que podría perfectamente no serlo o serlo tras muchos años de producción de efectos posiblemente irreversibles contra la Constitución.

Los plazos temporales anteriores habrían de deducirse por igual de los periodos de mandato cortos de 3 años (en los casos de participación del censo electoral por debajo del 60%), como de los ordinarios 4 años (en los casos de participación del censo electoral por encima del 60%). La deducción temporal máxima sería de 6 meses (4 debates reprobados del Estado de la Nación, más cuatro Leyes declaradas inconstitucionales, lo que implicaría, necesariamente, un enjuiciamiento de estas en plazos temporales breves, a lo que no se opone ninguna razón técnica).

Las medidas propuestas tendrían por objeto generar «responsabilidad» jurídica en la acción política, de modo que ésta promoviera una acción más sensible a las necesidades y demandas de la sociedad en detrimento de los intereses partidarios que no encuentran, en la actualidad, un límite a su propio interés. La limitación temporal del mandato parlamentario en virtud de la participación exigiría de los partidos políticos proponer programas de acción política que coincidiesen en mayor medida con la voluntad de los representados. El control de la acción ordinaria de Gobierno anual, sería una genuina formar de controlar con efectividad tal periodo de acción gubernamental, de fácil instrumentación por métodos tan sencillos como eficientes como el voto por correo (postal). El voto electrónico por Internet no es recomendable en la actualidad para estas tareas debido a su extrema falibilidad técnica y a los problemas de discriminación no resueltos que lo acompañan, como señala entre nosotros González de la Garza{23}. Finalmente, la responsabilidad por propuestas legislativas contrarias a la Constitución podrían forzar a sus proponentes a respetar más intensamente los valores y principios constitucionales, que es uno de los problemas centrales, como veremos seguidamente de las ideologías totalizantes en acción que se expresan a través de los partidos políticos.

Las medidas propuestas no resuelven el problema de fondo, tan sólo pretenden instaurar técnicas de control del poder de mayor efectividad que las actualmente romas herramientas institucionales de análogos propósitos, tiempo ha sobrepasadas, pues, como advirtiera una mente tan brillante como la de Schmitt{24}, tal vez lo peor de la conquista del aparato institucional estatal por los partidos políticos sea la erosiva y corrosiva acción de los conceptos «ideológicos» de legalidad, que destruyen el respeto a la Constitución y transforma el terreno creado por ésta en una zona insegura, batida de varios lados, cuando en realidad toda Constitución debiera ser consustancialmente una decisión política que estableciese de modo indudable lo que es la base constitucional de la unidad estatal. Los grupos políticos o coaliciones que en cada momento dominan –prosigue Schmitt– consideran sinceramente como legalidad la utilización exhaustiva de todas las posibilidades legales y el aseguramiento de sus posiciones, el ejercicio de todas las atribuciones políticas y constitucionales en materia de legislación, administración, política de personal, derecho disciplinario y autonomía administrativa, de donde resulta naturalmente que toda severa crítica e incluso cualquier amenaza a su situación aparece para esos grupos como ilegalidad, como acto subversivo o como un acto contra el espíritu de la Constitución; entre tanto cada una de las organizaciones adversarias afectadas por semejantes métodos de Gobierno se esfuerzan en demostrar que la vulneración de esta misma posibilidad constitucional constituye el más grave atentado contra el espíritu y fundamento de una Constitución democrática, no obstante lo cual rechazan con decisión firme, igualmente, todo reproche de ilegalidad y de transgresión constitucional que se les dirija. Entre estas dos negaciones que funcionan de un modo contrapuesto y casi automático en el ámbito del pluralismo estatal queda aplastada la Constitución misma.

El mecanismo técnico de acción por el que se lleva a cabo tal erosión de la fuerza normativa de la Constitución lo definió con brillantez Werner Kägi{25}; muy sintéticamente, podemos resumirlo en las siguientes palabras del autor: cuando ya no existen ideas comunes sobre los valores y el orden , en virtud de las cuales puedan extraerse de los preceptos de un texto constitucional concreto las normas jurídicas objetivas de aplicación, también se refleja en la interpretación y, por consiguiente, en la aplicación del derecho, esa pluralidad de las ideologías y sistemas de valores. La interpretación del derecho conscientemente condicionada por la coyuntura y por los intereses habrá de conducir hacia esa degradación jurisprudencial circunstancial, que contribuye, en una amplia e imponderable medida, a la desvalorización de la «majestad del derecho» en la vida estatal, a la decadencia de lo normativo y al descrédito de la Constitución. A través de la «pluralidad de conceptos de legalidad» se destruye el respeto a la Ley fundamental. Si se pasan por alto los retrocesos, la historia del Estado constitucional moderno se caracteriza, esencialmente, por una creciente densidad normativa, es decir, por una progresiva precisión, delimitación y restricción de las competencias de las autoridades estatales. En la actualidad –prosigue Kägi– presenciamos un desarrollo inverso: un nuevo avance del «poder político». El hecho de que cada vez más se ponga en un primer plano al Gobierno al lado o en lugar del «Poder Legislativo», es sólo un síntoma de las tendencias más incisivas que propende a liberar a los máximos órganos estatales, en la mayor medida posible, de vinculaciones normativas o, al menos, aumentar su libertad de movimiento al reemplazar las competencias definidas en particular por «clausulas generales» o simplemente por metas. Ese desmontaje de la Constitución normativa se manifiesta, por un lado, en una declinación de la densidad normativa, es decir, en una marcada tendencia a reconocer tan sólo a unos cuantos preceptos el rango de normas constitucionales y, por el otro, en la disminución de la firmeza y precisión de las normas, es decir, en la inclinación a debilitar la inviolabilidad de las normas fundamentales y a cuestionarles su sentido normativo.

Creemos que las anteriores palabras describen perfectamente el fenómeno que aqueja y daña profundamente la normatividad de la Constitución, fenómeno, pensamos que es bien comprendido en sus líneas generales por quienes se dedican a investigar éste campo de estudio.

Se trata, en otras palabras de que la fuerza normativa de lo fáctico que Georg Jellinek{26} situara fuera del Estado, pero con clara incidencia sobre él desde un modelo de sociedad civil plural y liberal, ha penetrado en éste, de la mano y bajo la forma de la rígida organización de los partidos políticos con su fuerza de ocupación total de todas las parcelas de poder a su alcance, extra e intra estatales (lo que incluye la ruptura de la división formal sociedad civil-Estado, que queda difuminada) y sin una estructura constitucional e institucional de recepción apropiada para dar cauce y expresión jurídica a las legalidades ideológicas de los mismos. No basta empero, para controlar éste fenómeno siquiera con la búsqueda tenaz de metodologías de interpretación constitucional desde el plano teórico del Estado de Derecho y desde la perspectiva de los principios configuradores de naturaleza material y procedimental como los propuestos por Friedrich Müller{27}, entre otros, cuyo objeto es, precisamente, salvaguardar la interpretación constitucional de la fuerza normativa de lo fáctico de Jellinek, (extra estatal) cuando el problema –a nuestro juicio– se encuentra, como hemos tratado de mostrar, en otra parte; lo mismo se puede afirmar de las propuestas interpretativas de Klaus Günther{28}, o de la metodología de interpretación conforme al propio texto constitucional, la cual, sigue dejando una espacio al intérprete político prácticamente equivalente al de cualesquiera otras metodologías interpretativas: institucional; democrático funcional, &c., ya que, el origen del problema, es cualitativamente distinto del problema metodológico, cualquier metodología puede ser desfigurada ideológicamente en sus elementos argumentativos de ponderación, siempre intuitiva, como señala Aleksander Peczenik{29} y, en las que se pueden producir saltos lógicos prácticamente incoercibles racionalmente en la cadena de razonamientos que conduzcan a una conclusión dominada por una ideología si no se resuelve, previamente, el complejo asunto de fondo que hemos venido considerando, que es, precisamente, controlar y limitar eficientemente mediante instituciones nuevas la articulación jurídica de las fuerzas políticas precisamente en el Estado constitucional del futuro.

Notas

{1} Ernst Wolfgang Böckenforde, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Trotta, Madrid 2000, pág. 119.

{2} Manuel García Pelayo, Derecho constitucional comparado, Alianza editorial, Madrid 1999, pág. 175.

{3} Como señalara Sieyes en relación con la revocación de los representantes electos «la misión dada a los representantes no puede implicar jamás una alienación. Esta misión es esencialmente libre, en efecto, pero constantemente revocable y limitada a voluntad de los comitentes, tanto por lo que se refiere al tiempo, cuanto de la naturaleza de los asuntos a tratar». Enmanuel J. Sieyes, El tercer Estado y otros escritos de 1789, Austral, Madrid 1991, pág. 51. Con mayor precisión y rigor aborda Hans Kelsen la ficción de la representación parlamentaria cuando concluye que «si no hay ninguna garantía jurídica de que la voluntad de los electores sea ejecutada por los funcionarios electos, y éstos son jurídicamente independientes de los electores no existe ninguna relación de representación o mandato». Esto es, exactamente, lo que sucede en nuestras actuales democracias parlamentarias falsamente denominadas «representativas». Como recordara Kelsen «el llamado mandato imperativo y la remoción de los funcionarios electos son instituciones democráticas, si el cuerpo electoral se encuentra organizado». Ciertamente, el cuerpo electoral se encuentra en la actualidad organizado de forma temporalmente discontinua, sin embargo, no existiría objeción a la reintroducción de las dos instituciones señaladas por Kelsen ya que podrían desarrollarse mecanismos institucionales apropiados para conferir operatividad a las mismas. Hans Kelsen, Teoría General del Derecho y del Estado, UNAM, México 1995, págs. 342-347.

{4} Como señala el artículo 71 de la Constitución. Los Diputados y Senadores gozarán, durante el período de su mandato de inviolabilidad por las opiniones manifestadas e inmunidad.

{5} Niklas Luhmann, La realidad de los medios de masas, Anthropos, Barcelona 2000, pág. 34-35 y ss.

{6} A la postre y como recuerda David Held, «La democracia está empotrada en un sistema socioeconómico que garantiza la ‘posición privilegiada’ de ciertos intereses». David Held, La democracia y el orden global, Paidós, Barcelona 1997, pág. 294.

{7} Robert Michels, Los partidos políticos, Amorrortu, Argentina 1996, pág. 143 y ss.

{8} Maurice Duverguer, Los partidos políticos, FCE, Colombia 1994, pág. 448.

{9} Reinhold Zippelius, Teoría General del Estado, Porrúa-UNAM, México 1989, pág. 173.

{10} Hans Kelsen, Teoría General del Estado, Comáres, Granada 2002, págs. 508-515. Puede verse con provecho, también, Hans Kelsen; Lon F. Fuller; Alf Ross, Ficciones Jurídicas, Fontamara, México 2003.

{11} Karl Loewenstein, Teoría de la Constitución, Ariel, Barcelona 1986, pág. 60.

{12} Jean Jacques Rousseau, El Contrato social, Edaf, Madrid 1983, pág. 111.

{13} Los partidos políticos son reconocidos en el artículo 6 de la Constitución Española de 1978; en el artículo 4 del Constitución Francesa de 1958 (Los partidos y los grupos políticos concurren a la expresión del sufragio. Se forman y ejercen su actividad libremente. Deberán respetar los principios de la soberanía nacional y la democracia); el artículo 21 de la de la Ley Fundamental de República Federal Alemana, de 1949. (1 Los partidos políticos participan en la formación de la voluntad popular. Su fundación es libre. Su estructura interna ha de estar en consonancia con los principios democráticos. Deberán rendir cuentas públicamente acerca de la procedencia y la utilización de sus recursos económicos y su patrimonio 2) Son anticonstitucionales los partidos políticos que, ya sea en sus objetivos, ya por el comportamiento de sus seguidores, se propongan dañar o eliminar el orden fundamental liberal y democrático o pongan en peligro la existencia de la RFA. Su inconstitucionalidad es declara por el TCF.

{14} Triepel, Die Staatverfassung und die politischen Parteinen, Berlín 1927, pág 31.

{15} Carl Schmitt, La defensa de la Constitución, Tecnos, Madrid 1998.

{16} Maurice Duverguer, op. cit., págs. 449-450.

{17} Artículo 16: «Toda sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de poderes establecida, no tiene Constitución.»

{18} Dieter Grimm, Constitucionalismo y derechos fundamentales, Trotta, Madrid 2006, págs. 202-204.

{19} Stephen Holmes, «El precompromiso y la paradoja de la democracia», en Jon Elster y Rune Slagstad, Constitucionalismo y Democracia, FCE, México 1999, pág. 218.

{20} La estabilidad de la institución del jurado se estructura socialmente de forma óptima en los asuntos civiles, más que en los criminales; en España se carece de la primera y más importante de las manifestaciones citadas, lo que constituye un serio déficit democrático. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Alianza editorial, Madrid 1998, págs. 255-260.

{21} Peter Häberle, El Estado Constitucional, UNAM, México 2001, págs. 150-151.

{22} Mogens Herman Hansen, The Athenian Democracy in the age of Demosthenes, Basic Blackwell, Cambridge, Massachusetts, USA 1991, págs. 205-212.

{23} Luis M. González de la Garza, Voto electrónico por Internet. Constitución y riesgos para la democracia, Edisofer, Madrid 2008.

{24} Carl Schmitt, op. cit., pág. 153.

{25} Werner Kägi, La Constitución como ordenamiento jurídico fundamental del Estado, Dykinson, Madrid 2005, págs. 138-171.

{26} Georg Jellinek, Teoría General del Estado, FCE, México 2000, págs. 324 y ss.

{27} Friedrich Müller, «Tesis acerca de la estructura de las normas jurídicas», REDC, año 9, núm 27, Septiembre-Diciembre 1989, pág. 123.

{28} Klaus Günther, «Un concepto normativo de coherencia para una teoría de la argumentación jurídica», Doxa 17-18, 1995, págs. 271-302.

{29} Aleksanser Peczenik, Derecho y Razón, Fontamara, México 2000, pág. 8 y ss

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