Rafael Acosta era un hombre sencillo, que no faltaba a las marchas y mítines en apoyo al Presidente Legítimo de México ni mucho menos a las concentraciones en defensa del petróleo y de la economía popular, era leal al movimiento y se sabía un ciudadano más, que aportaba su presencia, su voz y su entusiasmo para cambiar desde abajo a este país.
Como candidato del PT a jefe delegacional de Iztapalapa, tuvo la oportunidad de aportar algo más, no tenía posibilidad alguna de ganar y su candidatura fue como la de muchos de nosotros, militantes en el movimiento, testimonial y encaminada a evitar que el sistema arrollara a los partidos pequeños del Frente Amplio, para que conservaran su registro. La verdadera batalla por la delegación fue la interna del PRD.
Cuando el sistema venal, por conducto del Tribunal Electoral, despojó a Clara Brugada de su triunfo, cuando ya no era posible cambiar las boletas y abrió con esto las puertas a la confusión, el equipo de Andrés Manuel López Obrador buscó una salida política y legal, democrática y decorosa y la encontró. En ella el papel de Rafael Acosta se tornó importante. Sin embargo, seguía siendo el mismo, no fue mejor o peor, ni creció un milímetro más ni se volvió más inteligente o más simpático o más bueno por su sorpresivo ascenso y su nueva importancia política que atrajo la atención de los medios. Ciertamente, su cambio de estatus no se debió a un mérito propio ni a un esfuerzo personal, si no a las circunstancias y a la habilidad de Andrés Manuel López Obrador.
Pero los eternos perseguidores de este líder del pueblo, que pone de cabeza al sistema, lo exhibe, señala corruptelas y llama a las cosas y a las personas por su nombre, no podían soportar que se consolidara un triunfo político como el que se obtuvo en Iztapalapa; buscaron a Juanito, para burlarse de él, para cultivarlo
, para cegarlo y lo lograron, echando encima, no del ciudadano Acosta si no del desvalido Juanito, todo el poder de su maldad y de su irresponsabilidad.
Le han hecho creer que es merecedor de un triunfo que no fue de él si no de Clara Brugada, de López Obrador y del equipo de primer nivel que hizo la rápida campaña de Iztapalapa, pero principalmente del aguerrido pueblo de esa delegación, que entendió cabalmente la jugada política maestra que se le propuso, la adoptó como propia y la sacó adelante.
El personaje está ahora en una disyuntiva: o es Juanito o es Rafael Acosta; de ahora en adelante ya no será el ciudadano amable y estimado de las marchas y los mítines si acepta el papel al que el sistema y los medios lo están orillando; si cree en los que pretenden embaucarlo, si se deslumbra, pierde piso y piensa que él ganó solo y por mérito propios, seguirá siendo Juanito.
Si se mantiene en su palabra, será un héroe del pueblo, un ejemplo de lealtad, de entereza y valor civil, si supera las tentaciones que le proponen los perversos que lo acosan, será el ciudadano Rafael Acosta, estimado por sus amigos y vecinos, que lo volverán a respetar y seguramente a seguir en lo futuro.
Los caminos de Rafael Acosta y de Juanito son dos y él tendrá que escoger: o está del lado del movimiento popular, del pueblo de Iztapalapa del que forma parte y de sus amigos de siempre o está del lado de quienes pretenden deslumbrarlo y manipularlo. O vemos surgir al ciudadano Rafael Acosta o vemos el brillo efímero de Juanito, al que dejarán que destaque un poco de tiempo, mientras lo necesitan y al que desecharán cuando ya no les sirva.
Nuestro amigo ya no será olvidado, pero puede ser recordado como un valioso integrante del pueblo, del movimiento por el cambio, como uno de los mejores, o bien como un traidor y un ingenuo que se dejó engañar.
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