OLGA PELLICER / Proceso
La tragicomedia hondureña podría ser un episodio divertido si estuviese narrado por un escritor del realismo mágico. En realidad, es el ejemplo dramático de la inmadurez de los políticos latinoamericanos, de la inoperancia de las instituciones hemisféricas, de los fracasos de los mecanismos de mediación y de las incertidumbres creadas por reacciones tardías y contradictorias de los dirigentes de Washington. Las circunstancias que desde hace más de cuatro meses afectan profundamente a la población hondureña, una de las más pobres de América Latina, dejan una sensación amarga respecto a la conducción de una diplomacia que, lejos de facilitar, ha dificultado la vuelta a la normalidad constitucional en ese país.
Los primeros signos de inmadurez se manifestaron cuando el Consejo de la OEA, al condenar justificadamente una acción de fuerza por parte de los militares, exigió al mismo tiempo el regreso del presidente Zelaya. Haber ignorado el contexto en que se produjo la salida del presidente depuesto –quien, entre otras cosas, había merecido la condena del Congreso y la Suprema Corte– hizo doblemente difícil los esfuerzos de reconciliación. El Golpe, con mayúscula, fue condenado unánimemente, sin advertir que era un golpe poco común (instituciones como la prensa, el Congreso, los ministerios, e incluso los preparativos para el proceso electoral, siguieron funcionando normalmente). La insistencia en verlo como el regreso de las asonadas militares latinoamericanas fue un juicio erróneo que transmitió una imagen distorsionada de lo que ocurría.
La resolución de la OEA colocó una camisa de fuerza al esfuerzo de mediación encabezado por Óscar Arias. El plan formulado por el presidente costarricense es, sin duda, un buen documento. Aborda los temas contenciosos y fija calendarios para su solución. Pero no escapó al requisito del regreso de Zelaya, lo que, aunado a la escasa voluntad negociadora del presidente de facto Micheletti, atoró las negociaciones, complicadas por el audaz retorno a Honduras de Zelaya, quien, desde su refugio en la embajada de Brasil, ha creado una situación de tensión insoportable.
La presencia en Honduras de conocidos personeros del Departamento de Estado, como Thomas Shannon, o del expresidente chileno Ricardo Lagos, fue útil para sentar a negociar a las partes en disputa. Pero no llegó a incidir en la redacción de un entendimiento que fuese lo suficientemente específico para salvar los escollos de posteriores complicaciones.
En efecto, el llamado Acuerdo Tegucigalpa-San José, del 30 de octubre, sorprende por los hilos que deja sueltos. Por ejemplo, al referirse a las acciones del Congreso, que debía decidir sobre el regreso de Zelaya, señala que: "El Congreso (...) en consulta con las instancias que considere pertinentes como la Corte Suprema de Justicia y conforme a la ley resuelva en lo procedente...". Así, al no fijar fechas y dejar abierta la puerta para celebrar consultas con quien "considere pertinente", propició que los múltiples intereses, mezquinos pero reales, que mueven a la oligarquía hondureña, detuvieran la decisión, poniendo en jaque a todas las cancillerías del continente, incluido el Departamento de Estado.
El impacto de la crisis de Honduras en la diplomacia del presidente Obama hacia América Latina ha sido grande, sin proporción con el tamaño de los intereses que representa ese país en el conjunto de la región. Ha sido un problema que detuvo, por varios meses, la ratificación en el Senado del subsecretario para América Latina, a quien se opusieron voces republicanas contrarias al apoyo que, según ellos, se otorgaba a un aliado de Hugo Chávez. La ratificación tardía de Arturo Valenzuela, ocurrida hace apenas unos días, se acompaña del compromiso de reconocer el resultado de las elecciones hondureñas del 29 de noviembre. Será ahora necesario para los diplomáticos estadunidenses cabildear para no quedarse solos; a ese reconocimiento se oponen, en mi opinión erróneamente, buen número de cancillerías latinoamericanas.
La participación carioca en este sainete, al ser Brasil uno de los principales instigadores de posiciones duras ante los golpistas y acoger a Zelaya en su embajada en Tegucigalpa, llama la atención. No corresponde a la diplomacia cuidadosa y profesional de Itamaraty y abre una serie de interrogantes sobre sus motivos verdaderos, que van desde hacer sentir su influencia en todos los asuntos interamericanos hasta errores logísticos de su encargado de negocios. En todo caso, es bastante insólito ver al presidente depuesto arengando a sus seguidores desde los balcones de la embajada brasileña.
Por último, el asunto de Honduras es una fuerte llamada de atención sobre la inoperancia de los mecanismos interamericanos para la defensa de la democracia. La OEA, cuyo prestigio llegó a uno de sus puntos más bajos en el decenio de los ochenta del siglo pasado, inició su recuperación basada principalmente en su papel para la defensa de la democracia. Los puntos clave para dicha defensa fueron la reforma de su carta constitutiva para permitir la expulsión de regímenes surgidos de una violación del orden constitucional y la Carta Democrática Interamericana, un acuerdo no vinculante pero de alto valor simbólico. Después del asunto de Honduras se impone una evaluación de la eficiencia de esos compromisos y su contribución real a la democracia que dicen defender.
Es posible que al publicarse estas líneas se haya encontrado, al fin, la solución a la crisis hondureña. Lo que persiste son las enseñanzas de un sainete en el que nadie puede sentirse orgulloso de la diplomacia en el continente americano.
Este artículo se publicó originalmente en la edición 1724 de la revista Proceso que empezó a circular el domingo 15 de noviembre.
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