MÉXICO, D.F., 10 de enero.- Con la modificación del calendario electoral en Hidalgo y Quintana Roo, suma una docena el número de entidades donde se elegirá gobernador en este año, que por ello resultará fragoroso en la política formal, además de los restantes frentes de combate social. Aguascalientes, Chihuahua, Durango, Oaxaca, Puebla, Sinaloa, Tamaulipas, Tlaxcala, Veracruz y Zacatecas tenían prevista de antemano la renovación de su correspondiente Poder Ejecutivo. De modo que, si contamos la población concernida, cerca de la mitad del total de ciudadanos de la República estarán implicados en intensos procesos durante el semestre que ahora comienza.
Conforme se aproxime el primer domingo de julio, día de la megajornada electoral local, examinaremos las condiciones de cada caso. Hoy haremos el primer acercamiento a dos de ellos, el de Oaxaca y el de Hidalgo, peculiares porque es probable que se generen coaliciones opositoras para desplazar al PRI del Poder Ejecutivo estatal. O era posible antes del 15 de diciembre. Aunque para entonces la alianza oaxaqueña estaba ya pactada, y hasta se avizoraba la candidatura en torno de la cual giraría, la presentación del proyecto de reforma política, y no digamos su debate y eventual aprobación, podrían afectarla adversamente. Con mayor razón podría causarse tal efecto en la todavía no formalizada coalición hidalguense, donde ya se barruntaban de antemano intereses encontrados de los partidos que se aliarían, dificultad que por aquella causa se erizaría.
Aun el análisis de esas situaciones particulares ha de contar con el curso que cobre en su conjunto la reforma política propuesta por el presidente Felipe Calderón, o algunos de sus puntos. Y es que varios de ellos inciden en la relación de los partidos entre sí.
Por ejemplo, la iniciativa de elevar en ciento por ciento la cota que haga posible la permanencia de un partido en la contienda electoral (4% en vez de 2% de la votación total) puede ser un factor disruptivo en la situación partidaria. Porque tres organizaciones quedarían en riesgo de perder su registro con ese requisito y, por lo tanto, se opondrían a la reforma y verían lastimado su vínculo con los partidos de mayor tamaño que la patrocinarían, con los que, en consecuencia, se dificultaría coaligarse aunque fuera en ámbitos puramente locales.
Esos tres partidos son el del Trabajo, Convergencia y Nueva Alianza. El primero ha solido bordear el porcentaje de votos necesarios para participar en elecciones y contar con representación parlamentaria, y hasta ya perdió su registro una vez por no haber satisfecho esa condición. Si en las elecciones de julio pasado no estuvo en ese riesgo fue debido al efecto López Obrador. Con menos reticencias que ninguno, incluido el propio PRD al que pertenece el exjefe de gobierno capitalino, el PT apostó a favor de las capacidades de movilización de su candidato presidencial, se unió incondicionalmente a su proyecto electoral y ganó la apuesta: reunió más votos que nunca, un porcentaje mayor aun al que en 1994, con la candidatura presidencial de Cecilia Soto, le fue dable sumar. De haber estado vigente el porcentaje de 4% ahora propuesto lo hubiera alcanzado con holgura, sin problema alguno.
En cambio, Convergencia y el Panal, los partidos a los que cabe atribuir un liderazgo más allá del formal e identificarlos como el de Dante Delgado y el de Elba Esther Gordillo, hubieran sido despedidos de la contienda porque hace seis meses apenas se aproximaron al 4%. De aprobarse la reforma, el primero necesitaría de nuevo contar en 2012 con un factor favorable como el que le hizo aumentar su cuota electoral (el apoyo recíproco de y a López Obrador), por lo cual es comprensible que sienta el proyecto de reforma como una amenaza a su existencia y, por lo tanto, se entenderá que se oponga a ella e inste a su aliado mayor, el PRD, a no sumarse a la iniciativa excluyente. Lo mismo tendría que hacer el Panal, al que los dos partidos entre los que reparte sus favores, el PRI y el PAN, podrían hacerle la mala obra de legislar en su contra.
El que se consumara la reforma federal probablemente agrediría a la coalición oaxaqueña, que incluye a dos de los partidos con capacidad de decidir la enmienda constitucional, PAN y PRD, y a dos que la resentirían, Convergencia y el PT. Por añadidura, la pertenencia del senador Gabino Cué Monteagudo a uno de los partidos afectados, el de Dante Delgado, dificultaría que su candidatura común progresara y eso frustraría el propósito de sustituir al partido de Ulises Ruiz, pues que lo venza un solo partido parece improbable. Priista hasta 2001, Cué Monteagudo se adhirió a Convergencia y con esa marca fue elegido alcalde de la capital oaxaqueña, posición desde la que partió para alcanzar la candidatura común que ahora se busca reproducir. La alianza en torno suyo libró una batalla frontal –y acaso exitosa, aunque el Tribunal Electoral federal determinara lo contrario– contra el esfuerzo conjunto de José Murat y Ulises Ruiz, que no pudo impedir el ascenso del segundo al lugar que dejó libre el primero. Cué Monteagudo se situó, sin embargo, en una posición eminente que ha reforzado mediante un equilibrio difícil pero fructífero en su caso, entre su proximidad con López Obrador y la lucha popular de la APPO, y su comportamiento institucional dentro del Senado y de Convergencia, que lo hace confiable a las más diversas tendencias opositoras al PRI.
En Hidalgo los partidos de oposición han declarado su voluntad de marchar juntos en pos de la gubernatura. Pero no han acordado a quién postular, y posiblemente su propósito aliancista dure hasta la definición de la candidatura. La aspiración que cuadra mejor con las necesidades de la sociedad, especial pero no únicamente de sus segmentos menesterosos, es la de Xóchitl Gálvez. No es militante partidista, y ello evitará que la alianza se convierta en mera adhesión de otros secundarios a un partido principal. Pero amén de su popularidad personal contaría con el apoyo del PAN, por haber servido eficazmente en la administración de Vicente Fox, al frente de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, donde realizó innumerables tareas perdurables y útiles, a partir de su tenacidad personal, su desenvoltura frente a los mecanismos institucionales –a los que se atuvo responsablemente pero entre cuyos resquicios no se dejó atrapar– y sus convicciones de servicio. Más allá de la función pública, ha concretado esas convicciones en la Fundación Alberto, que auspicia proyectos de desarrollo entre comunidades de habla hñahñu en el Valle del Mezquital.
El gran obstáculo a su postulación aliancista son los intereses del senador José Guadarrama y la corriente dominante en el PRD, Nueva Izquierda. En vez de atenerse a la sabiduría pueblerina que ordena tomar asiento al que ya bailó, Guadarrama insiste en su añejo propósito de ser gobernador de su estado, posición que le ha resultado huidiza. Por lo menos una vez formalmente, en 1998, no alcanzó la candidatura del PRI, al que pertenecía y por el cual había sido alcalde, diputado, senador y secretario de gobierno. Seis años después, postulado por el PRD, perdió las elecciones frente al actual gobernador Miguel Ángel Osorio Chong. El fenómeno se repetiría si es presentado de nuevo por ese partido, pues no es verdad, como el propio Guadarrama alega, que esté en mejor posición que nunca para obtener la victoria. Es cierto que hace tres años ganó con gran ventaja la senaduría que ahora ostenta, pero a todos queda claro que no fue un triunfo suyo, sino de López Obrador, de la gran atracción que provocó a favor de los candidatos de la coalición Por el Bien de Todos. Ni remotamente Guadarrama a solas lograría siquiera la mitad de los votos obtenidos en 2006.
López Obrador cometió el error de apoyar su candidatura en 2005 y en 2006. Se equivocará de nuevo, con perjuicio de los hidalguenses, si persiste en su vinculación con el expriista. Importantes sectores de la base perredista se ausentarían de la contienda y eventualmente hasta de la militancia en ese partido –donde representan y organizan la causa del propio excandidato presidencial– si el senador jacalense estorba la coalición y con ello favorece al partido que le dio todo y cuyo modo de proceder lleva impreso de modo indeleble.
Conforme se aproxime el primer domingo de julio, día de la megajornada electoral local, examinaremos las condiciones de cada caso. Hoy haremos el primer acercamiento a dos de ellos, el de Oaxaca y el de Hidalgo, peculiares porque es probable que se generen coaliciones opositoras para desplazar al PRI del Poder Ejecutivo estatal. O era posible antes del 15 de diciembre. Aunque para entonces la alianza oaxaqueña estaba ya pactada, y hasta se avizoraba la candidatura en torno de la cual giraría, la presentación del proyecto de reforma política, y no digamos su debate y eventual aprobación, podrían afectarla adversamente. Con mayor razón podría causarse tal efecto en la todavía no formalizada coalición hidalguense, donde ya se barruntaban de antemano intereses encontrados de los partidos que se aliarían, dificultad que por aquella causa se erizaría.
Aun el análisis de esas situaciones particulares ha de contar con el curso que cobre en su conjunto la reforma política propuesta por el presidente Felipe Calderón, o algunos de sus puntos. Y es que varios de ellos inciden en la relación de los partidos entre sí.
Por ejemplo, la iniciativa de elevar en ciento por ciento la cota que haga posible la permanencia de un partido en la contienda electoral (4% en vez de 2% de la votación total) puede ser un factor disruptivo en la situación partidaria. Porque tres organizaciones quedarían en riesgo de perder su registro con ese requisito y, por lo tanto, se opondrían a la reforma y verían lastimado su vínculo con los partidos de mayor tamaño que la patrocinarían, con los que, en consecuencia, se dificultaría coaligarse aunque fuera en ámbitos puramente locales.
Esos tres partidos son el del Trabajo, Convergencia y Nueva Alianza. El primero ha solido bordear el porcentaje de votos necesarios para participar en elecciones y contar con representación parlamentaria, y hasta ya perdió su registro una vez por no haber satisfecho esa condición. Si en las elecciones de julio pasado no estuvo en ese riesgo fue debido al efecto López Obrador. Con menos reticencias que ninguno, incluido el propio PRD al que pertenece el exjefe de gobierno capitalino, el PT apostó a favor de las capacidades de movilización de su candidato presidencial, se unió incondicionalmente a su proyecto electoral y ganó la apuesta: reunió más votos que nunca, un porcentaje mayor aun al que en 1994, con la candidatura presidencial de Cecilia Soto, le fue dable sumar. De haber estado vigente el porcentaje de 4% ahora propuesto lo hubiera alcanzado con holgura, sin problema alguno.
En cambio, Convergencia y el Panal, los partidos a los que cabe atribuir un liderazgo más allá del formal e identificarlos como el de Dante Delgado y el de Elba Esther Gordillo, hubieran sido despedidos de la contienda porque hace seis meses apenas se aproximaron al 4%. De aprobarse la reforma, el primero necesitaría de nuevo contar en 2012 con un factor favorable como el que le hizo aumentar su cuota electoral (el apoyo recíproco de y a López Obrador), por lo cual es comprensible que sienta el proyecto de reforma como una amenaza a su existencia y, por lo tanto, se entenderá que se oponga a ella e inste a su aliado mayor, el PRD, a no sumarse a la iniciativa excluyente. Lo mismo tendría que hacer el Panal, al que los dos partidos entre los que reparte sus favores, el PRI y el PAN, podrían hacerle la mala obra de legislar en su contra.
El que se consumara la reforma federal probablemente agrediría a la coalición oaxaqueña, que incluye a dos de los partidos con capacidad de decidir la enmienda constitucional, PAN y PRD, y a dos que la resentirían, Convergencia y el PT. Por añadidura, la pertenencia del senador Gabino Cué Monteagudo a uno de los partidos afectados, el de Dante Delgado, dificultaría que su candidatura común progresara y eso frustraría el propósito de sustituir al partido de Ulises Ruiz, pues que lo venza un solo partido parece improbable. Priista hasta 2001, Cué Monteagudo se adhirió a Convergencia y con esa marca fue elegido alcalde de la capital oaxaqueña, posición desde la que partió para alcanzar la candidatura común que ahora se busca reproducir. La alianza en torno suyo libró una batalla frontal –y acaso exitosa, aunque el Tribunal Electoral federal determinara lo contrario– contra el esfuerzo conjunto de José Murat y Ulises Ruiz, que no pudo impedir el ascenso del segundo al lugar que dejó libre el primero. Cué Monteagudo se situó, sin embargo, en una posición eminente que ha reforzado mediante un equilibrio difícil pero fructífero en su caso, entre su proximidad con López Obrador y la lucha popular de la APPO, y su comportamiento institucional dentro del Senado y de Convergencia, que lo hace confiable a las más diversas tendencias opositoras al PRI.
En Hidalgo los partidos de oposición han declarado su voluntad de marchar juntos en pos de la gubernatura. Pero no han acordado a quién postular, y posiblemente su propósito aliancista dure hasta la definición de la candidatura. La aspiración que cuadra mejor con las necesidades de la sociedad, especial pero no únicamente de sus segmentos menesterosos, es la de Xóchitl Gálvez. No es militante partidista, y ello evitará que la alianza se convierta en mera adhesión de otros secundarios a un partido principal. Pero amén de su popularidad personal contaría con el apoyo del PAN, por haber servido eficazmente en la administración de Vicente Fox, al frente de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, donde realizó innumerables tareas perdurables y útiles, a partir de su tenacidad personal, su desenvoltura frente a los mecanismos institucionales –a los que se atuvo responsablemente pero entre cuyos resquicios no se dejó atrapar– y sus convicciones de servicio. Más allá de la función pública, ha concretado esas convicciones en la Fundación Alberto, que auspicia proyectos de desarrollo entre comunidades de habla hñahñu en el Valle del Mezquital.
El gran obstáculo a su postulación aliancista son los intereses del senador José Guadarrama y la corriente dominante en el PRD, Nueva Izquierda. En vez de atenerse a la sabiduría pueblerina que ordena tomar asiento al que ya bailó, Guadarrama insiste en su añejo propósito de ser gobernador de su estado, posición que le ha resultado huidiza. Por lo menos una vez formalmente, en 1998, no alcanzó la candidatura del PRI, al que pertenecía y por el cual había sido alcalde, diputado, senador y secretario de gobierno. Seis años después, postulado por el PRD, perdió las elecciones frente al actual gobernador Miguel Ángel Osorio Chong. El fenómeno se repetiría si es presentado de nuevo por ese partido, pues no es verdad, como el propio Guadarrama alega, que esté en mejor posición que nunca para obtener la victoria. Es cierto que hace tres años ganó con gran ventaja la senaduría que ahora ostenta, pero a todos queda claro que no fue un triunfo suyo, sino de López Obrador, de la gran atracción que provocó a favor de los candidatos de la coalición Por el Bien de Todos. Ni remotamente Guadarrama a solas lograría siquiera la mitad de los votos obtenidos en 2006.
López Obrador cometió el error de apoyar su candidatura en 2005 y en 2006. Se equivocará de nuevo, con perjuicio de los hidalguenses, si persiste en su vinculación con el expriista. Importantes sectores de la base perredista se ausentarían de la contienda y eventualmente hasta de la militancia en ese partido –donde representan y organizan la causa del propio excandidato presidencial– si el senador jacalense estorba la coalición y con ello favorece al partido que le dio todo y cuyo modo de proceder lleva impreso de modo indeleble.
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