Loca de contento, aquel domingo de madrugada, la familia amodorrada se enfiló rumbo a Aconchi. El clima, ya fresco, parecía ideal para zambullirse en las aguas termales del tibio balneario. Ya había luz de día cuando llegábamos a Ures. Por la alameda que da entrada a la Atenas sonorense se veía, a lo lejos, un grupo de soldados platicando a la orilla del asfalto. No había ningún militar señalando el alto, sólo unas latas con aceite quemándose (tecnología de punta, tratándose de señalización carretera). Disminuida la velocidad, un soldado del entretenido grupo advirtió nuestra aproximación. La tardía señal de alto provocó que nos detuviéramos unos metros adelante del milite. Las preguntas de rigor se hicieron en tono molesto. ¿De dónde vienen?, ¿Adónde van?, ¿A qué se dedica?
Tal vez los soldados percibieron aquella locura de contento, así que esculcaron nuestro cargamento. No encontraron nada, porque no buscaron bien. Además de los burritos de machaca, llevábamos unas sodas, unos pastelillos Marinela y unas bolsas de papitas. Así que, en estricta justicia, pudimos ser acusados de delitos contra la salud. Pero no, aun siendo nocivos los pastelillos, las papitas y las sodas, todavía no se incluyen en el catálogo de substancias prohibidas.
Seguimos hasta llegar a Mazocahui. A la salida, en el entronque, nos hizo la señal de alto otro soldado parado en medio de la carretera. Entonces sí nos detuvimos a tiempo. Cuando se acercó el hombre de verde, pudimos apreciar sus ojos rete colorados (y la boca reseca-reseca). ¿De – dónde – vienen?, ¿A – dónde – van?, ¿A – qué – se – dedica? De lo rojo del ojo, de la voz rasposa, de la actitud pausada, casi torpe, brotaba una conclusión: el militar le acababa de quemar las patas a Cuauhtémoc, venía llegando de en que María; es decir, andaba bien mariguanote.
Cuando nos alejábamos del retén del soldado mariguano (que lucha contra el narcotráfico), un escalofrío ascendente erizó los pelitos de la nuca. Recordamos que unas semanas antes, también en un retén, pero en Sinaloa, una familia que bajaba de la sierra para una celebración había sido baleada por los soldados. Dos niños y dos mujeres adultas de esa familia, maestras rurales ellas, murieron en el lugar. Aunque los medios apenas dieron cuenta del hecho, después se sabría que los soldados victimarios, todos, incluidos los oficiales, estaban drogados. Por eso, ante el evidente estado de intoxicación del militar del retén, los pelitos tenían razón en erizarse. Regresaron a su estado de relajación cuando, tras la primera curva, el retén desapareció del retrovisor.
Este relato viene a cuento porque el presidente municipal de Hermosillo, Javier Gándara Magaña, ha informado que va a solicitar el auxilio del ejército "para reforzar la seguridad de la ciudad". La idea no parece muy brillante. El Ejército Mexicano es de las instituciones con mayor reconocimiento social; pero su función no es ejercer de policía. La experiencia lejana y reciente señala que ahí donde ha ido el ejército la violencia se incrementa. Las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos por parte de militares también se incrementan. Los casos de Chihuahua, Michoacán, Baja California, Guerrero, Sinaloa, etc. Están para atestiguar que la presencia militar no ha tranquilizado a la población, sino al contrario; no ha reducido el tráfico y consumo de drogas, sino al contrario (las cifras de la propia Secretaría de Salud federal así lo dicen).
Jorge Castañeda y Rubén Aguilar, foxistas ambos, han señalado que Calderón lanzó al ejército a las calles tratando de ganar la legitimidad que las urnas le negaron. Esa falta de legitimidad, y ese falso remedio, le han costado al país más de 16,000 muertos. No es el caso del Sr. Gándara: él ganó de manera incuestionable; no tiene problema de legitimidad. Entonces ¿Por qué nos amenaza a los hermosillenses con traer al Ejército a nuestras calles? ¿Qué le hemos hecho, Sr. Gándara? ¿Tan pronto declara usted incompetentes a las policías municipal y estatal?
Parece que a Gándara lo gobiernan ansias de novillero, como si fuera el Pano. Ojalá que recule de su pésima ocurrencia, como parece que será. Hermosillo no necesita más muertos, no necesita vivir en la zozobra de tener en sus calles a soldados, cuyo entrenamiento los impele a disparar ante la menor amenaza, real o aparente, con las consecuencias trágicas que se viven ya en tantas partes.
Serénese Sr. Gándara, antes de que en Hermosillo se oigan los lamentos por doquier, como en la desdichada Borinquén, sí.
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